EN EL NOMBRE DEL HOMBRE
EFRAIM CASTILLO
RELATO
EN EL NOMBRE DEL HOMBRE
EFRAIM CASTILLO
Lo sabías, Josefa. No puede parirse un hijo de la forma en que lo hiciste. Los hijos se paren para criarlos. Para estar con ellos. Para quererlos. Y no lo hiciste así. Simplemente pariste y abandonaste lo parido. Te marchaste y eso tiene y trae consecuencias (Hubiese preferido tenerlo a mi lado. Quererlo. Abrazarlo. Sentir su crecimiento como algo mío.
Pero eran otras circunstancias. Cómo poder tenerlo con el odio rodeándome, cociéndome interiormente. Cómo criarlo si aún estaba para que me criasen). No podría decirse que vives una consecuencia, pero, ¿hubiese resultado todo así de haber optado tú criar tu hijo? Tienes los argumentos básicos, concretos.
Eras una niña —apenas catorce años— y estabas aprisionada por la férrea disciplina de tus padres: colegio, horarios, reuniones religiosas. Pero hay lagunas. Nunca has mencionado el nombre del padre. ¿Quién era? ¿Cómo te sedujo? ¿Lo amabas? ¿Seguiste viéndolo? (Definitivamente, amor mío, eres todo para mí. Te deseo. Te pertenezco. Soy Julieta, Afrodita, el mito erótico de la posesión. Estoy aquí desnuda, amplia para todo tipo de perversión). Lo sabías bien, Josefa. Al menos, podrías haber avisado a alguna monjita, a algún orfelinato para que el niño fuera recogido.
Pero lo abandonaste. Lo dejaste tirado en un basurero (Esta noche fría deseo morir contigo, hijo mío. Permíteme una lágrima, un pequeño adiós tan diminuto como tus manitas y tus pies. Esta noche fría comienzo a morir contigo. Desearía poder perpetuar tu presencia en mí más allá de estos nueve meses sofocados por el temor y la ilusión, por el ofuscamiento y las esperanzas). ¿Qué sentiste, Josefa? ¿Acaso no pensaste siquiera un nombre? Al día siguiente asististe a la escuela tan campante y hasta redactaste un trabajo sobre Hamlet. ¿Recuerdas? Exoneraste a Claudio y a Gertrudis y condenaste a Hamlet. ¿Qué pasó ahí? (Los mismos vicios y las virtudes sepultadas en montones de lágrimas; las mismas asperezas y trivialidades.
Exonero a Claudio. Exonero a Gertrudis por su acto de amor. ¿Tenemos que pagar los justos por los pecadores? ¿Hasta dónde habitará Edipo el corazón de la historia? ¿Hasta dónde? Podríamos asaltar los clichés, las momias, las vergüenzas del estercolero). Tocaste símbolos altos, cotejos sacralizados por los tiempos. Debiste permanecer o callada o con la voz neutra, siguiendo los caminos trazados. ¡Exonerar a Claudio y a Gertrudis! ¡Vaya ofensa, no para Dinamarca
—que aún podría tener algo dañado—, sino para el raciocinio occidental! Tenías talento, Josefa, aún lo tienes. Sólo tienes cuarenta y cinco años y luces hermosa, tersa, radiante a veces. ¿Qué has hecho con tu vida? ¿Te dolió tanto lo del niño? (Hay dolores que matan sin llevar a la muerte. Te atosigan. Arremeten contra tu conciencia y la esquilman, la desdoblan, la estrujan y sabotean. La conciencia, podría gritarlo, son los otros en uno. Unamuno está detrás. San Agustín también. Y Baruch de Spinoza. Las máscaras son los otros. La rediviva es lo que nos persigue como la muerte). Hay dolores tardíos. Hay dolores que se sienten mucho después de cometidos los actos, de los aparentes sufrimientos. ¿Tuviste un dolor tardío?
Si lo experimentaste lo disimulaste bien, Josefa. Podría ser que compensaste el acto con las noticias posteriores: “¡Encuentran niño en basurero!” Familias desean adoptarlo”. ¿Tienes sed? Aún la vida sigue y tus 340 litros anuales de agua aguardan por ti (Podría ahogarlo en esta apacible fuente o introducirlo en este torrente de lágrimas. Después de todo vivir es sufrir soñar acaso, ¿verdad, Hamlet.. verdad Gertrudis, con tu nombre de mujer fragilidad? La negación del sufrimiento es el no‑nacer, el no‑morir). ¿Sabías, Josefa, de los martirios futuros? La maternidad continúa más allá del cordón. Los nudos se desatan como las nostalgias y la memoria se convierte en cárcel (¡Cómo he sufrido, Capitán! ¡Cómo he llorado! No es preciso morir para convertirnos en reos del dolor. Ahora comprendo a Racine, a su Berenice. La tragedia no implica la muerte).
Para salir bien de todo esto, sólo tendrías que mencionar a alguien. Deberías olvidar ese pasado de treinta años; deberías obviar los vericuetos, todas las dificultades sobrepasadas. Es un nombre y un ¿por qué? Alguien debió hacerlo. Esas cosas no suceden sin manos‑guías, sin cerebros conductores, sin voces señaladoras. Podrías salir bien de todo esto: marcharte, no tranquila desde luego, a tratar de rehacer todo lo comenzado hace algo más de treinta años y que te ha traído hasta aquí. ¡Compréndelo, Josefa! También tú tienes derecho a la risa, a las salidas y puestas de sol.
Es un nombre, sólo un nombre lo que te pedimos para terminar esta historia (¡Si pudiera decirlo! Así de fácil. Nos acostumbramos a las confesiones, a las salidas, a los descargos emocionales: nos acostumbramos a los recorridos circulares y reducimos la esperanza a una leve espera. Debes recordarlo así. Gabriel, desde lo profundo de este amor imposible). Podrías decirlo en voz baja. Tan sólo mencionarlo como un suspiro, Josefa. Tú sabes: el nombre. Tan sólo el nombre hará posible tu descanso. ¿Cómo se llama aquel hombre amparado en el verbo, en sus manos y en su terrible erotismo que violó para siempre tus sueños de muñecas? (¡Ah, Gabriel, vuelan estas alas con la mansedumbre de la quimera y las burbujas de la utopía!)
Dilo tan sólo, Josefa. El daño podría repararse, en parte; tu vejez será más tranquila. Aunque nunca más viste tu hijo, él creció, estudió, se integró a la vida desconociendo su pasado, ¿Lo ignoras? (Tómame en tus brazos, Gabriel, hazme tan tuya como tu propia juventud. No importa esta diferencia de edades, quince años no es nada. Ven, tómame, haz que tus labios, que tu lengua y tu espalda recorran esta geografía del hambre). ¿Por qué temes mencionar aquel nombre del hombre si la condena ya es pasado, petrificación de paisajes adosados, recluidos en archivos sin memoria?
Josefa, como volviendo desde una realidad temida, mira fijamente a su interlocutor y le habla:
—¿Qué ganará con un nombre?
—¡Ganaremos todos, Josefa! —y entonces se sienta a su lado arrastrando una silla—. Aquel pasado pudo permanecer callado, sin aspavientos. Pero fuiste a ese programa de televisión —Josefa lo interrumpe con sequedad—.
—¡Pero llevaba el rostro cubierto!
—Sí, pero los periodistas desempolvaron los archivos y volvieron a la carga. Pidieron que se reabriera el caso de la madre asesina. Y aquí estamos, Josefa. Ya el caso perimtió. De eso hace treinta años y, sin embargo, aquí estamos. Fíjate que llegué hasta ti. Lo único que deseamos es atar todos los cabos.
—¿Por qué?
—Lo sabes, Josefa: hace un mes apareció otro niño abandonado en un basurero. Incitada por la prensa, la gente desea saber, sobre todo aquellos que leyeron acerca del primer abandono, por qué una madre actúa así. Creo que no debiste ir a ese programa.
—¡Pero fui de incógnita! La entrevista la realizaron en un lugar apartado.
—Es igual. Conoces a la gente: lo único que desean de la televisión es la porquería, la basura. Mientras más sangre, mientras más chismes, mucho mejor.
Josefa mira al investigador y luego vuelve sus ojos a la ventana. Posiblemente esté buscando aire con su mirada. Se pone de pie y camina lentamente tratando de alcanzar la ventana. Antes de llegar a ella se detiene y se enfrenta al investigador.
—¿Cree que tengo algo que ver con el último niño abandonado?
El investigador se levanta de la silla y la alcanza: —No, Josefa. ¡Por Dios! ¡Jamás pensaría algo así! Simplemente buscamos una pista. Algún detalle que nos arroje luz sobre estas acciones.
—¿Para qué desea nombres?
—Los nombres son identificaciones, Josefa. Juan se llama así por una causa. Y Pedro también. Los nombres son responsabilidades. Tú misma te llamas Josefa, ¿verdad?
—No logro comprender, señor. No veo la conexión.
—¡Lo has dicho, Josefa! Los nombres son conexiones,, tramas, partes integrales de un tejido. ¿Te imaginas qué amplia hubiese sido la historia si tuviésemos a mano los nombres de los embalsamadores egipcios, de los ingenieros y maestros constructores de las pirámides? La historia hubiese sido más bella.
—¿Lo cree así?
—Sí, Josefa. En mi especialidad, cuando estudiaba, uno de mis profesores nos relataba lo grande que sería la criminología si apareciera el nombre del destripador famoso. ¿Lo has leído?
—Nada debería tener nombre, inspector. Ni siquiera los sentimientos.
El investigador camina hasta la ventana y ve caer la lluvia.
—¿Te imaginas qué triste fuera todo si la lluvia no tuviera nombre? —Mira a Josefa—: Tu mismo nombre: Josefa. ¿Oyes qué lindo suena: Josefa?
La mujer camina de nuevo al asiento que ocupaba y se deja caer pesadamente.
—¿Qué es lo que desea en verdad, señor? —El investigador da unos pasos hacia la mujer y se sienta frente a ella:
—Es simple. ¿Quién te violó a los catorce años, Josefa?
Hay pensamientos terribles que pasan por Josefa. Está de pie frente a una ventana de cristal. Afuera el sol de la tarde calienta los árboles. La mano le toma primero el hombro y luego desciende lentamente hasta sus glúteos, apretando antes todos los músculos de la espalda en el descenso. El escalofrío lo siente en los brazos y luego camina hasta sus pechos y de allí baja por el vientre hasta alojarse en el pubis, cubriéndolo, para luego descender más aún hasta su clítoris. La mano parte en dos sus glúteos y cubre su ano y recorre las periferias del esfínter hasta subir a la vagina. Josefa tiene los ojos cerrados y abierta la boca y el hombre lo sabe y por eso arremete con el poder de que la caricia funciona. Los dedos lo mueven todo y se han convertido en yemas ejecutorias de un concierto pasional. Se mueven alrededor de la vulva cubierta por las pantaletas y por eso buscan sus extremos para vulnerar el resguardo y asaltar las mucosas. Allí tocan, escarban, suben hasta un clítoris en erección y lo aprietan con suavidad de mago.
Los ojos de Josefa están en blanco. Sólo miran hacia adentro, hacia ese interior aprisionado por la poesía, por los clásicos. La otra mano acaricia la cabeza, el cuello, desciende hasta los apretados pechos y los frota con ternura. La boca de Josefa busca la otra boca y se deja llevar hacia ella, refugiándose en un beso de lengua suelta y volátil, de lengua humedecida y deslizante. El cuerpo de Josefa se abandona. Cede y cae sin importar donde sea. Sus pantaletas son despedazadas por las manos. Su vestido vuela por los aires y sus piernas se abren como un armario recién construido. Siente que la atraviesan y que el fuego la invade como un torrente. Cuando abre los ojos el sol se ha ido. Está desgarrada en medio de la habitación frente al gran ventanal. Las manos cierran la cremallera del pantalón y Josefa balbucea algo:
—¿Por qué, papá?
Y es el estremecimiento el que vuelve a Josefa a la realidad de la pregunta:
—¿Quién lo hizo, Josefa?
—¡Nadie! —y entonces la respuesta la lleva hacia la noche de los pasos lentos en donde la luna es una esfera de luz muy pálida, de luz cómplice, de luz para cobijar los desarraigos y los espantos. Josefa deambula con una funda cuyo contenido es la propia esperanza muerta; cuyo contenido aletea, gime. Tanto lo desearía abrazar, besar, introducirlo de nuevo en su útero. Pero camina. Da pasos sin cesar, sin saber, sin auscultar siquiera los pronósticos de las supervivencias: la de él, que la miró con la primera ternura; la de ella, cuyas lágrimas podrían alimentar los océanos. Ahí están los soldados cuidando las calles. Ese 1965 con sus sobras de fuegos, de pólvora, de lanzas truncas; ese 1965 de vibraciones estertóreas, tan agudas como alfileres a la espera en la ampulosidad de lo infinito. Josefa se funde en la antiluz, en los hedores a guerra reciente, a sangre rebautizada al pie de los fusiles. En el bolso se agita su otro corazón, su hijo, su hermano, todas sus sangres y suspiros; todas sus fuerzas y memorias.
Desearía tanto gritar; desearía tanto correr sin importar dónde. Y ahí están los hedores, la basura acumulada, los sobrantes de meses en montones de materia putrefacta. Y ahí está, también, el descanso. Josefa levanta su bolso y lo arroja sobre las más blandas de las superficies. El gemido, entonces, se levanta áspero, como una protesta relampagueante y la jovencita huye con la boca cubierta por sus manos para no gemir igual, para no lanzar el aullido de todo lo que el dolor hiere.
—¿Por qué lloras, Josefa? Acabas de decir que nadie. ¿Qué te hace llorar, gemir, cubrir tu boca con esas manos tan temblorosas? —Estas lágrimas son mías, de nadie más. Deseo llorar y lloro. Es todo. —¿Hacía mucho que no llorabas? —Eso no le importa, señor. ¿Debo anotar cada vez que lloro? —Creo que puedes irte, Josefa. Has sufrido mucho. Vete. —Podría decirme algo, ¿podría? —¿Qué deseas saber, Josefa? —El niño… ¿no se sabrá nunca qué ha sido de él? ¿Nombre, profesión? ¿Vive?
—¿Por qué te interesa? Eso pasó hace mucho tiempo. ¿Por qué lo deseas saber?
—Fui al programa. ¿Recuerda? He sido parte de algo.
—¿Por qué no tratas de olvidar? Mucho has sufrido ya.
—¡Es sólo el nombre, señor!
El hombre observa las profundas arrugas de Josefa: arrugas llegadas antes de tiempo, marcadas por las noches sin sueño, por las madrugadas solitarias. Pero también observa la belleza de su rostro, los días perdidos, los atrasos improgramables en aquella vida sin estrategias. La idea de que podría obtener algo a cambio del nombre lo llena de un leve entusiasmo, pero también de una recóndita tristeza. ¿Cómo especular, chantajear aquella mujer cuyo madero arrastra desde hace treinta años? Pero el hombre sabe que el rompecabezas está sin armar y las piezas que faltan, al menos, parte de las piezas que faltan se alojan detrás de aquellos ojos y aquella tristeza.
—¿Qué me darías a cambio, Josefa? ¿Me dirás el nombre del hombre?
La calle hierve en la tarde. El día de trabajo casi concluye y el desorden llega al pico: Los buhoneros cuentan ganancias y pérdidas; para algunos no habrá mañana de ventas y otros tendrán que inventar nuevas argucias para renovar el día a día. Como la calle, también hierve el desconsuelo y los mañanas inciertos. Josefa es parte de la vía, del exterior que inunda cada esquina, cuneta, banco, escaparate. Camina sin rumbo deseando encontrar en alguien, no en todos, alguna sonrisa o lejano eco.
En nadie habita una sonrisa, ni siquiera una mueca del más liviano estupor. Todo se lleva por dentro. Las máscaras no son tocadas. Están petrificadas sobre pieles en convergencia: las lágrimas, las morriñas, las furtivas alegrías, las sorpresas, todas las caretas de las mejores actuaciones afloran en las sequedades de la ausencia.
Así está la calle como un hervidero al caer la tarde. Y Josefa da pasos hacia ningún lugar; hacia —tal vez— los humos disueltos del gran basurero. Siempre ha retornado al basurero. Las gotas caídas, las sobras, han sido parte esencial de su vida. El basurero ha remarcado en ella huella sobre huella, escarnio sobre escarnio, y siempre arrojando luz sobre sombra para volver a la dosis equivocada de sombra sobre luz y desecho sobre desecho.
La calle hierve en la tarde. Podría hablarse, cantarse quizás, de la pereza del sol en la hora de las quejas. Pero no. Es preciso, porque conviene, hablar de las congojas escondidas y las excusas deshechas. Como Josefa, que camina hacia los humos, hacia las trabas de un pasado que renquea con el presente y estalla en los basureros. Así lo vio, entonces, al hombre que la convencería: de pie sobre el basurero; erguido como tótem, como sustancia dispersa, como enjambre alborotado. Y no volvió a saber de ella hasta muchas horas después, cuando abrió los ojos y su mirada rebotó contra un techo blanco, liso hasta encontrarse con los ángulos de las paredes y las cornisas abruptas. Luego, la mirada hacia el cuerpo a su lado, hacia la figura del hombre que duerme y después el estudio de cada rasgo, de cada fisura diminuta en aquel rostro joven, hermoso. ¡Cuánto le recuerda su juventud aplastada! Entonces sus labios: finos, delineados con rectitud como los de ella, como los de su padre. Cuando abre sus ojos, Josefa los enfrenta con los suyos: se penetran con la mirada. Él ve sus arrugas, la tersura de su piel quebrada por aquellos surcos que no vulneran su belleza.
Ella observa la juventud que aún señorea por sobre las vicisitudes, por sobre los órdenes de aberraciones y virtudes. “¡Ah, los nombres podrían asilarse, redimirse en los remotos vestigios de lo posible! Deberían hacinarse, desmenuzando lo podrido y echándolo en las desmemorias!” Y es cuando oye la voz: “Soy Gabriel, ¿y tú?” Es la voz de la esperanza, de la caricia misma. ¿Sería posible el callar, el no otorgar rebote sonoro, despilfarro de fonemas hacia una audición inútil? Pero ha pronunciado su nombre: “Josefa”. Y fue más que suficiente porque ya nada más pudo ser posible entre esa voz y la suya; ya nada volvió a brillar entre aquel cuerpo y su cuerpo, salvo esa vida que comenzó a aletear en su vientre (Tómame en tus brazos, Gabriel). Las palabras se convirtieron en historia, en agua reciclada, en tardes moribundas. Ahora sólo quedaba la espera sin atajos. Y la voz se oía lejana; como sonidos en vuelo, como alas silbantes:
—¿Me dirás el nombre del hombre?
(¿Cuál nombre? ¿Qué hombre? Ahí están todos: como mi sangre y los fluidos eternos descansando sobre las bridas. Sólo debo seguir, para completar los ciclos, caminando hacia el basurero, hacia el encuentro en crisis.)
—¡Es el nombre, Josefa! ¡Lo demás no importa! Deja lo otro a los recuerdos. ¡Es el nombre del hombre! Entonces te diré el nombre que se dio al niño.
—¿Importan los nombres? —preguntó, respondiéndole, Josefa.
—¡Es el nombre! ¡Sólo el nombre para sepultar el pasado, Josefa!
Casi sin pensarlo, Josefa le dijo el nombre:
—¡José, mi padre!
Y estupefacto, atónito, el investigador balbuceó:
—¡Gabriel… así se llama tu hijo!
Mayo de 1996.
Efraín Castillo. Escritor Dominicano.
Nació el 30 de octubre de 1940.
Dramaturgo, cuentista, novelista y ensayista. Ha trabajado en el área de publicidad, donde es respetado como una persona de gran experiencia.
Obra
Viaje de regreso (1968), Sobre publicidad dominicana (1979), Sobre la especialidad publicitaria (1981),Currículum (El síndrome de la visa) (1982), La cosecha (1983), Inti Huamán o Eva, again (1983), Publicidad imperfecta (1984), Oviedo 15 años: Trascendencia visual de una historia (1988), El discurso simbiótico de la publicidad dominicana (1993), Confín del polvo (1994), Rito de paso (1996), Los lectores del ático (1997), El personero (1999).