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Archives for April 2019

Carlos Fuentes

April 5, 2019 By dillon Leave a Comment

CARLOS FUENTES

UNA VISIÓN DE AMÉRICA

FERNANDO UREÑA RIB

CARLOS FUENTES

UNA VISIÓN DE AMÉRICA

La escritura de Carlos Fuentes brota de profundas raíces americanas y vierte con admirable fuerza toda la ira contenida en el alma de los pobres, de los ancestros asesinados, de los andrajosos y malolientes, desdichados y parias de la civilización y de la historia. Es la ira de los dioses, por la incongruencia de nuestros líderes, por la ignorancia y turbulencia a la que nos someten poderes superiores. Es la ira ante la injusticia de la guerra.

Dentro de la creciente angustia e inconformidad frente a la condición humana, los escritos de Fuentes no nos traen sólo un sentido de desolación y vergüenza. La ternura logra camino ante la adversidad y se advierte al hombre mismo como si se contemplara en el “espejo enterrado”, que no es otra cosa que esa misma cultura a la que pertenecemos, y la que a pesar de la obstinada fatalidad continúa regenerándose y revitalizándose en estos tiempos en los que hacen falta líderes honestos y fuertes, guías claras, rumbos definidos, luz.

En el espejo enterrado de Carlos Fuentes se refleja una luz y a esa luz señalan todos sus escritos. Fuentes nos acerca a una comprensión de nuestras desgracias y con cautela nos deja sentir un hálito de esperanza, como si en algún momento sería tal vez posible que el viento cambiara a un curso más venturoso y halagüeño.

 

FERNANDO UREÑA RIB


El Naranjo

“Yo vi todo esto. La caída de la gran ciudad azteca, en medio del rumor de atabales, el choque del acero contra el pedernal y el fuego de los cañones castellanos. Vi el agua quemada de la laguna sobre la cual se asentó esta Gran Tenochtitlan, dos veces más grande que Córdoba.

Cayeron los templos, las insignias, los trofeos. Cayeron los mismísimos dioses. Y al día siguiente de la derrota, con las piedras de los tiempos indios, comenzamos a edificar las iglesias cristianas. quien sienta curiosidad o sea topo, encontrará en la base de las columnas de la catedral de México las divisas mágicas del Dios de la Noche, el espejo humeante de Tezcatlipoca. ¿Cuánto durarán las nuevas mansiones de nuestro único Dios, construidas sobre las ruinas de no uno, sino mil dioses? Acaso tanto como el nombre de éstos: Lluvia, Agua, Viento, Fuego, Basura…

En realidad, no lo sé. Yo acabo de morir de bubas. Una muerte atroz, dolorosa, sin remedio.”

CARLOS FUENTES


“Visiones” de CARLOS FUENTES
El escritor mexicano presenta un libro de ensayos sobre arte

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MÉXICO (Por Juan Jesús Aznarez, de El País).— El escritor mexicano Carlos Fuentes presentó “Viendo visiones”, su último libro, una colección de ensayos sobre el arte, editado por el Fondo de Cultura Económica (FCE) en un lujoso volumen.

El italiano Piero della Francesca (1420-1492) y el español Diego de Velásquez (1599-1660) constituyen el marco de referencia de un libro de 512 páginas y 250 reproducciones en el que Fuentes derrocha erudición. La primera edición de la obra fue de 9,000 ejemplares para la Fundación BBVA-Bancomer, y otros 4,000 para el FCE, de venta al público.

El libro abarca escritos y reflexiones efectuadas durante más de 30 años y supone la vuelta de Fuentes al FCE, casi cincuenta años después de que esa editora lo lanzara al estrellato con “La región más transparente” (1958).

“’Viendo visiones’ no pretende ser una historia del arte, ni mucho menos, es un libro que se ha hecho a la medida de mi vida, a la medida de que iba visitando museos o redactando solicitudes de prólogos de aquellos autores que me gustan”, dijo Fuentes, la tarde del lunes, en conferencia de prensa. “Sobre lo que no me gustan no tengo nada que decir. Los modelos que he seguido para escribir este libro son dos grandes pintores de mi preferencia”.

Se trata de los frescos de Arezzo y Sansepolcro de Piero della Francesca y Las Meninas de Diego de Silva Velásquez.

“Casi no hay página en la que estos artistas y sus obras no aparezcan en el centro de la escena a veces, otras en bambalinas y, en ocasiones también sentados en sus plateas”. Della Francesca es para Fuentes el revolucionario que crea el arte moderno a partir del renacimiento, al romper la tradición bizantina del icono que mira frontalmente al espectador. “En Della Francesca no sólo aparecen los espacios, los lugares, las cosas, sino que los personajes tiende a mirar fuera del cuadro. No nos están mirando de frente, están mirando hacia un lado, hacia el otro, o están durmiendo a veces”.

El escritor mexicano cree que Velásquez pintó “el más grande cuadro que se ha pintado jamás: Las Meninas”.

“Por muchos motivos. Entre ellos el carácter dinámico de la extraordinaria pintura. Tenemos a la infanta con sus dueñas, con su enana, y tenemos a un caballero misterioso, que nos sabemos si va a o viene, tenemos un espacio al fondo de la pintura con los reyes de España, y sobre todo tenemos a Diego de Silva Velásquez pintando un cuadro que no vemos, una tela que nos da la espalda y nos propone el misterio”, explicó.

Para Carlos Fuentes, Velásquez consigue que la pintura salga de la pintura y se instale entre quienes la observan. La afición de Fuentes por el arte es temprana: su padre la promovió llevándole de niño a visitar museos. De adolescente, en Santiago de Chile, conoció al muralista Sequeiros, y años después, de regreso a México y en sucesivos viajes a Europa, cobraría fuerza la pasión por la plástica que refleja con su prosa en “Viendo visiones”.

“Cómo le envidio a usted su imaginación verbal”, le dijo en una ocasión Luis Buñuel, a quien sobraba la visual. “Cuando le escribo una carta a mi madre le digo: ‘Querida madre te escribo para decirte que te estoy escribiendo’”. En el libro Fuentes hace comentarios sobre el significado de la creación del italiano Piero della Francesca y el español Diego de Velásquez, hasta su compatriota Rufino Tamayo (1899-1991) y el colombiano Fernando Botero (1932). La publicación incluye 250 reproduciones a color y aborda también el trabajo de los tres grandes del muralismo: David Alfaro Siqueiros (1896-1991), Diego Rivera (1886-1957) y José Clemente Orozco (1883 – 1949).

 

CARLOS FUENTES

Hijo de padres  diplomáticos mexicanos, nació en Panamá,  donde pasó su infancia. Luego  vivió por diferentes periodos en  Quito, Montevideo, Río de Janeiro, Washington, Santiago y Buenos Aires. En su adolescencia regresó a México, donde se radicó hasta 1965. El tiempo  que pasó en su país marcó definitivamente  su obra, inmersa en el debate intelectual  sobre la filosofía de ‘lo mexicano’. Su primer libro, Los días enmascarados, se publicó  en 1954. En él indaga sobre la identidad mexicana  y los  medios adecuados para expresarla. En 1955 fundó junto con Emmanuel Carballo  y Octavio Paz, la  Revista Mexicana de Literatura. 


Sus novelas  se caracterizan por la  incorporación de procedimientos narrativos de  la literatura inglesa y norteamericana,  como la fragmentación de escenas, el monólogo interior y la mirada  retrospectiva.  La repercusión que alcanzó con La región más transparente (1959) y La  muerte de Artemio Cruz (1962)  lo proyectó como  una de las  figuras centrales del boom  de la  novela  latinoamericana. Al  igual  que  los demás intelectuales  que participaron de  este  fenómeno,  su compromiso político y social con la Revolución  Cubana fue un rasgo fundamental de  su obra: “Lo que un escritor puede  hacer políticamente  – afirmó en un ensayo para  la  revista Tiempo Mexicano,  en 1972  – debe  hacerlo también como ciudadano. En un país como el  nuestro el escritor, el  intelectual, no puede  ser ajeno  a la lucha por la transformación política que, en  última instancia, supone también  una  transformación cultural.” 

Desde  1965 su vida  volvió a ser itinerante, viviendo  durante algunas temporadas en París y enseñando en Princeton,  harvard, Columbia  y Cambridge.  Continuó publicando  diversos ensayos entre  los que se destaca La nueva novela hispanoamericana (1969), donde  propone la ruptura de los códigos costumbristas al  mismo  tiempo que la  prolongación  de otras tradiciones. Algunas  de  sus novelas más importantes  son:  Zona  sagrada y Cambio de piel (1967),  Cumpleaños (1969),  Terra  Nostra (1975),  Cristóbal Nonato (1987) y Diana o la  cazadora solitaria (1972).
Fue distinguido, entre otros,  con el premio Rómulo Gallegos  (por Terra Nostra, en 1977), premio Nacional de  Literatura de México (1984), Premio Cervantes (1987) y Príncipe de Asturias  (1994). 

 

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Los Desnudos De Fernando Urena Rib

April 5, 2019 By dillon Leave a Comment

LOS DESNUDOS DE FERNANDO Ureña Rib

MARIANNE TOLENTINO

 
 
 

 
 
La exposición de Fernando Ureña Rib en el Museo de Arte Moderno provoca reflexiones que surgen por razones temáticas: la calidad del desnudo. Las decenas de cuerpos agrupados de Fernando Ureña Rib – desde hace muchos años un virtuoso de la anatomía- sugieren florecimiento y equilibrio. Proyectan la belleza física con naturalidad y se convierten en ejemplo de arquitectura corporal: A la vez entidades formales y cromáticas, espontáneamente sensuales, lúdicamente eróticas que brindan la iconografía de un organismo vivo, de la vida en el clímax de armonía y animación.
 
En efecto la misma estilística del pintor, tan suelta y amaestrada al compás de conocimientos y oficios, se pasea alternando e integrándose sobre un trasfondo de sólido realismo. Ello propicia un ritmo interior de toques y de tonos, que suscita la vitalidad, percibida, leída, disfrutada por el contemplador.
 
Lejos de un academicismo estático, la representación, la remodelación se vuelve versátil en su modernidad, agregando distorsiones – alojadas en máscaras y rostros.  No se trata de un perfeccionamiento sistemático, sino de una opción creativa, infinita en sus facetas. Con evidente placer y  madurez él intensifica la eficiencia pictórica: Luminosidad interior, multiplicación de los matices, pigmento untuoso, flexible, ligero y  fidelidad al óleo, a su generosidad matérica.
 
Escenas de grupos preeminencian una estructura animada por un movimiento interior y propiciada por el tratamiento pictórico y enfoque, elaborado y carnal en el que importa poco el número de las figuras. La secuencia de cuerpos evocan la posibilidad de un mural (tales como en escultura, la ornamentación de las Nereidas). Sin embargo, Fernando Ureña Rib no está interesado en el aspecto decorativo.
 
Cada personaje se configura a partir de rostros plasmados por un enamorado de la hermosura y de sus cánones en el cuerpo de la mujer. Intuimos el valor simbólico. Aparte de la belleza, denominador común, se suceden la gracia, la introspección, la metamorfosis, el desafío, el falso semblante (o mascara). Compartimos el “juego” de la lectura sociológica con las heroínas y su autor. ¿No se intitula Lúdica la muestra? 
 
Lúdica es polisémica. Ellas juegan, el pintor juega, nosotros jugamos. Otrora carnavalescas – las caras – no esconden su juego, son naturales, sanas, libres, vigorosas, jóvenes. El pintor se entrega al goce de la virtuosidad, siendo uno de esos pocos privilegiados capaces de expresarse como quiere, ajeno a las trabas técnicas, a los problemas planteados por un escorzo.  El desnudo fluye como escritura, como ignografía. Al igual que Gustave Flaubert quien respondió: “Madame Bovary soy yo”,  Fernando Ureña Rib confiesa hacer un a obra autobiográfica: “Cada obra es confesión, no una concesión.”
 
A través del desnudo concreta un caudal de elementos conscientes y subconscientes, vividos, soñados y recordados.  El desnudo se asocia con el erotismo y el deseo. No cabría eliminar esa reacción primaria ante la pintura de Fernando Ureña Rib. Lo podemos interpretar a manera de estudio coreográfico y danza dionisíaca. Nos recreamos también diagnosticando la volubilidad estilística del pintor y esta suerte de historia del arte aplicada al desnudo. Manifestándose finalmente el expositor un post moderno, a la vez espontáneo y convencido.
 
El desnudo, magistralmente interpretado en Fernando Ureña Rib sugiere y requiere distintas miradas. En la pintura italiana reciente, hay dos corrientes, la transvanguardia y la “pittura colta”. Ese deslinde conviene también a otras latitudes donde el desnudo de Fernando Ureña Rib pertenecería  a la Pintura Culta.
 
MARIANNE DE TOLENTINO

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April 5, 2019 By dillon Leave a Comment

FERNANDO UREÑA RIB

PINTURAS* CRÍTICA* CONCURSOS *ENSAYOS* NARRATIVA* ESTÉTICA LITERATURA* SOCIALES

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 FÁBULAS URBANAS. CONTENIDO  DECIR LA PIEL

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Eduardo Ramirez Villamizar

April 5, 2019 By dillon Leave a Comment

SÍNTESIS Y ENCANTO EN LA ESCULTURA DE

EDUARDO RAMÍREZ VILLAMIZAR

FERNANDO UREÑA RIB

 

EDUARDO RAMÍREZ VILLAMIZAR  (1923)  es  uno de los escultores colombianos mas influyentes de nuestros tiempos. 

Tratar su trabajo de “geométrico” es simplemente quedarnos extasiados en el deleitable mundo de superficies, planos de metal y líneas que el artista entreteje como laberintos visuales, como caleidoscopios en los que  la luz y el tacto exploran silenciosamente  mundos opuestos, fuerzas vectoriales antagónicas y sugerentes superposiciones que hacen que nos acerquemos y miremos más de una vez el intrincado oficio visual y táctil del escultor y pintor colombiano.

La eternidad, o la atemporalidad del arte se manifiesta ostensiblemente  en las esculturas de Ramírez Villamizar.  El tiempo (contenido en la aparentemente inamovible composición molecular de la materia tratada) es ahora visión, prospección, futuro. La magia del escultor consiste en tejer una madeja de trayectos reconocibles y al mismo tiempo ignotos, como laberintos táctiles por donde discurre la imaginación y se pierde….

Esta trascendencia y superación del tiempo y la materia son posibles, porque en Ramírez Villamizar conviven lo mismo el viejo Canaletto, de la Venecia encrucijada, como el Jesús Soto de la América lúdica y salvaje. La tradición encuentra nuevos vericuetos, pasadizos, canales y el destino final es el asombro.

Pero el asunto traspasa esas lindes y se adentra en las complejidades del espíritu humano. Eduardo Ramírez Villamizar eleva la materia a su potencial más alto y multiplica, con admirable plasticidad, las posibilidades visuales de la imagen escultórica. Se trata, sin lugar a dudas, de alegorías que nos refieren al entorno urbano, con impresionante economía de recursos plásticos y con una eficiencia raras veces hallada en la profusa parafernalia, del arte contemporáneo. 

FERNANDO UREÑA RIB


Poesía racionalizada

POR FÉLIX ÁNGEL

Eduardo Ramírez Villamizar,  continúa ocupando junto con Edgar Negret el lugar más privilegiado de la escultura colombiana. Sus comienzos, sin embargo, no se realizaron dentro de la escultura, sino dentro de la pintura, de orientación geométrica, como lo ilustra la obra Amarillo-Rojo-Negro, óleo sobre lienzo de 1954 que se incluye en la exposición. La pintura sería la que llevaría al artista paulatinamente a pasar del espacio virtual al espacio tridimensional. La coherencia y consistencia de dicho proceso, en todas sus etapas, le confieren a la obra de este artista una solidez poco frecuente dentro de la mayoría de los escultores de éxito pertenecientes a la segunda mitad del siglo XX.

Nacido en la ciudad de Pamplona, en 1923, Ramírez Villamizar parecía estar destinado a la arquitectura, carrera que inició en 1940 en la Universidad Nacional, en Santafé de Bogotá. Después de algunos semestres, el artista eligió el camino de las Bellas Artes y, como ya se ha indicado, comenzó a participar con regularidad en la actividad artística de la capital de Colombia.

El inicio de la década, un momento importante para su desarrollo, lo representa el viaje a Francia efectuado en 1950. Allí permanece hasta 1952. Tienen lugar continuos viajes a Nueva York, París, Madrid y Roma, a veces con motivo de presentaciones, hasta que en 1957 acepta dictar clases en la Escuela de Bellas Artes de Bogotá. En este mismo año aparecen los primeros relieves, usualmente blancos, algunos de ellos con reminiscencias de la obra de Anthnoy Caro, pero también con una marcada orientación arquitectónica espacial. En general la obra de Ramírez Villamizar exuda un carácter arquitectónico inconfundible, como lo indica la pieza Arquitectura Vertical Inclinada, realizada en 1995 y aquí presente.

Le han sido concedidas varias distinciones, entre ellas, el premio Guggenheim por Colombia en 1958, y al año siguiente el primer premio de pintura en el XII Salón de Artistas Colombianos. En el mismo año, Ramírez Villamizar representa a Colombia en la V Bienal de São Paulo junto con otros artistas entre los cuales se incluyen Obregón y Wiedemann, y en la exposición “South American Art Today” del Museo de Dallas, en compañía de Alejandro Obregón, Grau y Negret, además de Fernando Botero quien, nueve años más joven que Ramírez Villamizar, es otra estrella ascendente en el panorama del arte colombiano del momento.

Pero indudablemente el hecho más importante en la carrera de Ramírez Villamizar lo representa su ingreso a la escultura, refrendado en 1958 por la comisión de un mural para el Banco de Bogotá. En su solución, el artista realizó una ingeniosa y sensible combinación entre elementos de estructura geométrica con marcada impronta precolombina diseñados por él mismo, y la magnificencia espacial y textural de los altares barrocos propios de la arquitectura colonial hispano-colombiana. La obra fue construida en madera, recubierta con hoja de oro. El resultado fue un relieve espectacular que, gracias al talento innovador de Ramírez Villamizar, permitía observar la contraposición de elementos del pasado artístico colombiano con un lenguaje totalmente contemporáneo.

Desde los años sesenta y todavía, Negret y Ramírez Villamizar lideran sin oposición la escena artística de Colombia en lo que se refiere a la escultura. Negret recibió en 1963 el premio de escultura en el XV Salón Nacional de Artistas, y en 1966, el mismo premio fue concedido a Ramírez Villamizar en el XVII Salón. Como Obregón antes que él, Villamizar representó en 1969 a Colombia en la X Bienal de São Paulo con una sala entera, y allí recibió el segundo premio de escultura concedido en la sección internacional.

Durante la segunda mitad de la década del sesenta y parte de la del setenta, la asociación de Ramírez Villamizar con el movimiento escultórico internacional emplazado en Nueva York fue constante, exponiendo en galerías comerciales, en museos como el de Arte Moderno y el Guggenheim, y recibiendo comisiones monumentales de corporaciones privadas e instituciones públicas. El artista ensayó nuevos materiales aunque en los últimos años su predilecto ha sido el hierro. De este período son Relieve Vertical y Relieve Horizontal, acrílicos de 1967.

Ocasión especial en la carrera de Ramírez Villamizar fue la colocación en los jardines exteriores del Kennedy Center, en Washington, D.C., de la obra From Colombia to John F. Kennedy, regalo de Colombia a dicho centro de las artes, donde aún se encuentra colocada sobre el costado este. Dos piezas más fueron emplazadas ese año en el Fort Tryon Park y la Beach High School de Nueva York.

Para el comienzo de los años setenta, una nueva generación posterior a la de estos cuatro maestros se encontraba emplazada dentro del arte colombiano con firmeza propia. Algunas figuras comenzaban asimismo a tener relevancia internacional, como por ejemplo el pintor y dibujante bogotano Luis Caballero.

Puede aseverarse sin ligereza que dicha generación, como las que surgieron posteriormente, no habrían podido afianzarse sin la existencia de quienes son sujetos de esta muestra, disfrutar del clima de libertad artística que existe hoy, entre otros medios, en la enzeñanza impartida en las instituciones artísticas colombianas, o gozar del favor de diferentes sectores del público cuya modificación del gusto está estrechamente ligada a la obra pionera de estos cuatro artistas. Asimismo, el éxito de algunos, como profesionales, no habría sido tan permanente si el camino que desbrozaron Alejandro Obregón, Enrique Grau, Edgar Negret y Eduardo Ramírez Villamizar no hubiera quedado lo suficientemente despejado para que quienes les seguían pudiesen marchar sin mayores obstáculos.

A pesar de la disimilitud de los trabajos y objetivos de los cuatro artistas aquí considerados, ya se ha visto que no fue difícil para ellos figurar conjuntamente en numerosas exposiciones, especialmente a nivel internacional. Inclusive en Washington D.C., cuando durante los años cincuenta la ciudad no contaba con el aire cosmopolita que al menos superficialmente parece que impera en ella hoy día, era más frecuente que tuviesen lugar exposiciones de arte contemporáneo de cierta significación para el medio local. Tanto es así que, además del programa sistemático de exposiciones de la Organización de los Estados Americanos, instituciones como el Museo Corcoran, con la asesoría obviamente de aquella, presentaron asimismo a Negret, Obregón y Ramírez Villamizar en la muestra “From Latin America”. El año fue 1957.

Sus obras representan realmente puntos de partida hacia otros ámbitos del arte, que hicieron posible en gran parte la diversificación y vitalidad que a pesar de muchos problemas en otros frentes mantiene el arte colombiano.

Por ello Edgar Negret es Negret sea que se inspire en una kachina de Norteamérica o en un diseño Inca; Villamizar lo es cuando deriva su lenguaje de un Caracol precolombino Tairona, o una muralla en Machu Pichu. Y un cóndor, un toro, una barracuda, y aun el retrato de su hijo Mateo en El Pequeño Guerrero de Obregón, se entenderá siempre como pintura y al mismo tiempo repertorio cultural, en Colombia y fuera de ella. Junto con el humor extraño de Enrique Grau y la exquisita factura técnica de sus mejores telas, la obra de estos cuatro creadores se encuentra ya como parte de la historia artística de Colombia, pero también tiene su lugar en la historia de las artes del hemisferio.

Esta recurrencia en aparecer reunidos fue desapareciendo paulatinamente con los años a medida que cada uno evolucionaba y adquirían mayor personalidad sus trabajos. Debido a ello, el tenerlos juntos de nuevo en esta exposición (la última tuvo lugar en 1985, en el Museo de Arte Moderno de América Latina, de la OEA) convierte la ocasión en un momento particular para el Centro Cultural de Banco Interamericano de Desarrollo. Es especial también para Colombia, cuyas artes, en todos los frentes, son las que continúan mostrando a nivel internacional la verdadera sensibilidad de su pueblo.

Félix Ángel
Curador

FICHA DEL MUSEO

 

EDUARDO RAMÍREZ VILLAMIZAR

 


Por: Aída Martínez Carreño

En el arte colombiano del siglo XX la escultura ha logrado retomar el lugar que perdió desde la conquista española. Hay suficientes ejemplos del alto nivel alcanzado por la activadad escultórica en nuestras culturas primitivas: las grandes figuras líticas de San Agustín, las rotundas cerámicas funerarias Calima o Tayrona, las detalladas representaciones antropomorfas de Tumaco, los refinadísimos objetos tridimensionales Quimbaya o las balsas Muiscas que reproducen realísticamente prácticas ceremoniales, demuestran su evolución formal y técnica. No obstante ese desarrollo anterior, nada pudo aportar el mundo precolombino a la imaginería religiosa colonial de los siglos XVI al XVIII, como nada añadieron los escultores colombianos del siglo pasado a un arte surgido del neoclacisimo y ya trasnochado en la academia europea cuando llegó aquí para realizar cabezas, bustos, estatuas o alegorías en honor de próceres y prohombres de la República. Pese a todo, de ese fondo oscuro emerge en la presente centuria un trabajo escultórico nuevo y osado, vinculado a las avanzadas de la cultura internacional, que va a elevar el nivel del arte colombiano. Eduardo Ramírez Villamizar es uno de los comprometidos en ese cambio.

Su aproximación a la escultura tuvo un proceso gradual, lógico, articulado, como lo serán las sucesivas etapas de su carrera creativa; estudiante de arquitectura (1940-44) y bellas artes (1944-45) en la Universidad Nacional de Bogotá, obtuvo con un retrato el segundo premio del Salón de Artistas Colombianos en 1946, pese a lo cual se alejó de la pintura figurativa para ir hacia la abstracción; más tarde se desprenderá del material pictórico para adentrarse en la geometría y el espacio. El crítico Germán Rubiano Caballero afirma: “La pintura abstracta del artista es el preámbulo casi necesario de su gran obra de escultor […] algunos cuadros anticipan claramente sus primeros relieves e incluso las formas y los espacios tridimensionales de sus esculturas libres”. En 1958, con la construcción de relieves en madera donde se combinan y entrelazan formas geométricas, Ramírez Villamizar se inició formalmente como escultor.

Luego de una importante etapa de trabajo, enseñanza y exposiciones durante la década del sesenta en los Estados Unidos y de su retorno a Bogotá en 1974, ha sido una de las figuras más destacadas y activas del arte nacional. Artista independiente, disciplinado, regulado por un ritmo de trabajo severo que alterna con la vida campestre, ha conseguido, pese a la aparente frialdad de la lámina de hierro, materia prima de su trabajo, un rico y variado lenguaje apto para expresar las diversas aventuras de su sensibilidad. A partir del rigor de sus construcciones iniciales, netamente geométricas, las láminas metálicas se ondulan en Río de Janeiro y más tarde se ordenan armónicamente en un homenaje a la arquitectura incaica de Machu-Picchu; luego se van a transformar en torres y catedrales de hierro oxidado que invitan a elevar el alma hacia el cielo. Su ambición de moldear el espacio como materia prima de la escultura se concretará en los Caracoles, piezas de intrincado origen zoomorfo, cerca de las cuales surgen sin turbulencias las Naves espaciales, que marcan sin rupturas dramáticas distintas etapas de inspiración y creación. Constante congruente y significativa, porque enlaza dos brillantes períodos del arte escultórico colombiano, en su referencia al mundo precolombino del cual se nutre y a la vez transforma mediante la geometría, como se aprecia en Cóndor (1997) o Balsa ceremonial en Guatavita (1998).

En su taller, instalado en un apacible rincón de la Sabana, diseña y elabora en pequeña escala las obras que más tarde, con instrucciones precisas y supervisión cuidadosa, se van a construir en grandes talleres metalmecánicos. Sueña con imponentes obras de escultura-arquitectura que puedan albergar al transeunte, acoger al hombre, dimensionar su estatura; una de sus ambiciones de artista, conectar la obra con la mirada del público, lo ha llevado a trabajar en proyectos destinados a grandes espacios abiertos: hay esculturas suyas en sitios destacados de Nueva York, Washington, Caracas, Cuba, Brasil. Ganador en dos oportunidades del primer premio en el Salón de Artistas Colombianos –en 1959 como pintor y en 1966 como escultor– expone regularmente en el país alternando con importantes galerías de Europa, Norte y Suramérica y en repetidas oportunidades ha representado a Colombia en certámenes internacionales.

 

 

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Alejandro Obregon

April 5, 2019 By dillon Leave a Comment

NUESTRA américa en la obra de

Alejandro Obregón

José María Salvador

 

Alejandro Obregón Medio siglo de genio

José María Salvador

Este texto es una reedición parcial del de la monografía Alejandro Obregón.
Obras Maestras 1941-1991, editada por el Centro Cultural Consolidado de Caracas,
por cuya gentil cortesía lo publicamos en este catálogo.

Desde hace ya más de tres décadas, Alejandro Obregón es, por derecho propio, referencia obligada en el universo del arte latinoamericano. Personalidad íntegra de recio y vigoroso temperamento, anticonvencional e individualista a ultranza, supo labrarse un sendero muy suyo y una trayectoria original en el campo de la creación plástica. Autodidacta intuitivo, huérfano de verdadera escuela y maestro, se constituyó pronto —por extraña paradoja— en guía y mentor de numerosas generaciones de artistas en su país. Sus innovadores aportes en el lenguaje pictórico provocaron, en el anquilosado universo cultural colombiano, una auténtica subversión de los valores estéticos, al tiempo que produjeron el impulso modélico necesario para que otros se aventurasen en experiencias desconocidas y en derroteros sin desbrozar. Con sus novedosas propuestas esté-ticas, estilísticas y conceptuales, Obregón llegó —contra su voluntad y para su consternación— a generar incluso una larga cohorte de epígonos e imitadores.

Interesa destacar que Obregón conquistó su lenguaje singular con recursos puramente pictóricos, sin subterfugios ni interferencias de otros materiales, técnicas o géneros: simples pinceles y pigmentos convencionales fueron suficientes para un talento natural tan vivaz e intuitivo como el suyo.

A semejanza de cualquier otro creador, Obregón no fue inmune a influencias en los inicios de su carrera, y necesitó vivir por su cuenta búsquedas y tanteos de variada índole antes de conseguir por fin un modo de expresión personal. En las diferentes variantes estilísticas y morfológicas adoptadas por él durante su trayectoria creativa, se aprecia no obstante, una notable coherencia de principio que permite hablar de “un-modo-de-representar-obregoniano”, por mucho que éste haya cristalizado en el tiempo según diversas modulaciones estilísticas. Y es que, con tozuda independencia de criterio y enorme honestidad, nuestro artista buscó siempre —en confiante andadura en solitario— expresar lo más medular y auténtico de su sentir profundo, sin atenerse a modas ni a veleidades externas.

Exploraciones por senderos indecisos

Más bien elementales y nada sistemáticos son los conocimientos que adquiere Obregón durante su breve permanencia de casi un año (1941-42) en la Escuela de Bellas Artes del Museo de Boston: formación encorsetada que, mediante ejercicios rutinarios de copia y trascripción mimética de modelos naturalistas, a duras penas le facilita el recetario básico del oficio pictórico mientras lo mantiene dentro de los estrechos márgenes de las convenciones. Obregón absorbe, sin embargo, tales enseñanzas con una pasión de recién convertido, y con eficiencia nada desdeñable. (…)

Cuando en 1944, cumplidos ya los 24 años, regresa por fin a Colombia (donde sólo había vivido en su niñez, de los 6 a los 9 años), Obregón trae consigo una paleta muy europea, básicamente española, de sordas tonalidades ocres, sienas, azules oscuros, severos grises y negros. Afianzado aún en esta perspectiva europea, y sin haber todavía sintonizado su sensibilidad con el ambiente lumínico y cromático del trópico, el pintor produce en Colombia, durante los cinco años subsiguientes, una serie de pequeños óleos oscuros, de formas sintéticas y monumentalizadas, en el marco de escuetas composiciones de progresiva sistematización geometrizante. Abundan entonces las naturalezas muertas, pero son también frecuentes los temas dramáticos, columbrados bajo la fuerte óptica de Goya. (…)

La disciplina de una geometría cúbica

En el otoño de 1949, luego de renunciar a la rectoría de la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, cargo que había desempeñado por un año, Obregón se traslada a Francia. Tras un breve paso por París, se establece en Alba-la-Romaine, pequeña localidad al Sur de Francia. Allí permanecerá hasta 1954 alternando el oficio pictórico con la pedestre tarea de recorrer la comarca haciendo lápidas funerarias para poder atender las necesidades de su creciente familia (a Diego, el primogénito, habían venido a sumarse otros dos hijos, Silvana y Rodrigo, nacidos ambos en Alba-la-Romaine).

Durante este su período francés (1949-54), Obregón acentúa aún más la síntesis geometrizante en sus composiciones, bajo el decidido influjo del cubismo sintético, contemplado en especial desde la sensible mirada de Braque: talla las formas en pulidas facetas, aplana los volúmenes, uniformiza las parcelas cromáticas, aplica los pigmentos en capas lisas y uniformes, y termina por ensamblar, a modo de caprichosos rompecabezas geométrico-cromáticos, los cristalinos fragmentos de esos objetos estenográficos y de ese distorsionado espacio. Al yuxtaponer y solapar con firmeza estos fragmentos multicolores, el artista obtiene a la postre una composición decorativa de sólida vertebración y vigorosa consistencia constructiva.

Deslindándose, sin embargo, de Braque y sus epígonos, Obregón busca un camino propio en estas obras por la vía de un colorido cálido y vibrante, mucho más alegre y desinhibido —incluso en los grises— que el de sus mentores cubistas. En los trabajos de este período el color casi siempre se autonomiza de las formas, desde el momento en que los tonos se extienden a capricho más allá de sus límites “naturales”, contaminando así otros objetos heterogéneos o el espacio circundante: en esta autonomía del color respecto a las formas está ya en germen la libertad absoluta frente al color, que proclamará el pintor en su etapa de madurez. (…)

Cuando, por fin se reinstala definitivamente en Colombia en 1955 vivirá en un primer momento (de 1955 a 1958, aproximadamente) una situación ambigua en la que estará sometido a un doble desgarramiento. Desde la vertiente del lenguaje formal, la rígida sistematización geometrizante (de formas afacetadas, planas y frontalizadas) del período francés, que todavía conservará durante algún tiempo por fidelidad a los cánones cubistas, entrará en pugna con una incipiente expresión más libre y desinhibida de su gesto y de su sentimiento: con el tiempo, ésta última irá paulatinamente ganando terreno, hasta desembocar hacia 1958 en la modalidad estilística más “abstractolírica” de Obregón. En segundo lugar, desde el punto de vista del contenido, los objetos simbólicos, más o menos universales, que arrastra el artista desde Francia (flores, palomas, naipes, copas, corazones, peces, martillos, tenazas, candados, llaves) irán siendo substituidos poco a poco por otras imágenes más propias del ámbito latinoamericano (cóndores, barracudas, alcatraces, garzas, iguanas, volcanes, eclipses).

A pesar de semejante doble desgarramiento, esta primera etapa de producción colombiana de Obregón (1954-58) se manifiesta como una continuación natural de su período francés, por el hecho sustantivo de que en estas obras inaugurales de su trayectoria colombiana aún perduran la sólida construcción geométrica y la racional disciplina cubista. De todos modos, con su reencuentro gozoso con el trópico tras su reinstalación en Barranquilla y Bogotá, Obregón colma su paleta de colores centelleantes, con tonos cada vez más meridianos y exultantes, en gamas de progresiva esplendencia y fastuosidad.. (…)

Conviviendo con la abstracción lírica

Hacia 1958 comenzó a hacerse manifiesta en la producción obregoniana una tremenda soltura en el trazo, con la progresiva aparición de espesos brochazos gestuales que desagregaban la cada vez más laxa estructura geométrica de la composición. Esa libertad instintiva en el gesto ya había, poco antes, comenzado a vislumbrarse tímidamente en el desgarrador lienzo Velorio. Estudiante muerto, de 1956 (Col. Museo de Arte Latinoamericano de la OEA), y en algunas otras obras, como Greguerías y un camaleón, de 1957. Pero en 1958, tras un breve viaje a Europa y los Estados Unidos, donde tuvo la oportunidad de apreciar obras de los informalistas europeos y de los abstracto-expresionistas norteamericanos (sobre todo, de los cultores de la Action Painting), Obregón comenzó a atacar sus lienzos con pinceladas más desinhibidas, con gestos de cada vez mayor desenfreno, tal como se aprecia, por ejemplo, en Aves fulminadas por un rayo, Bodegón y cráter o Fraile, todas ellas de 1958. En Homenaje a Figurita, también de 1958, Obregón se permite incluso el recurso del dripping, descubierto sin duda durante su reciente periplo por Estados Unidos y Europa.

Es oportuno precisar que esta modalidad “abstracto-lírica” obregoniana, que se extiende, más o menos, entre 1958 y 1964, convive en perfecto paralelismo y contubernio con su simétrica modalidad “figurativo-expresionista” (desarrollada también desde 1958, y que se continúa aún hoy), a la que nos referiremos más tarde.

A partir de 1958 Obregón se entrega con entusiasmo al furor del gesto, a la fogosa vehemencia de su temperamento caligráfico, que se traduce de inmediato en briosos trazos alargados, a veces rectilíneos, a veces en comba, en trepidantes brochazos plenos de materia pictórica y pregnados de humores instintivos. Semejante desenfreno expresivo del trazo lo conduce sin remedio al abandono definitivo de la disciplinada estructura geometrizante, que, en los años inmediatamente subsiguientes, sólo aparecerá discreta y algodonosa en algunos esporádicos trabajos, como Niña del coleocanto, de 1959.

Liberado por fin de coerciones constructivas, Obregón se entrega con entusiasmo a la expresividad del gesto espontáneo. Da entonces rienda suelta a esos trazos fulgurantes, al propio tiempo explosivos y temperados, simultáneamente caóticos y sabiamente ritmados, que serán el sello más distintivo del Obregón de madurez. Y es que, la audacia de esos relampagueantes brochazos de nuestro artista va secretamente gobernada por su exquisito sentido del dibujo y por la elegancia natural de su caligrafía pictórica, que le permiten realizar sus pinturas abordando directamente con el pincel el lienzo virgen, sin servirse de bocetos previos ni de dibujos subyacentes.

En este primer período de verdadera madurez, que podríamos calificar, muy inadecuadamente, como su período “abstracto-lírico” o “abstracto-expresionista” (1958-64), Obregón lleva su reencontrada ansia de libertad creativa hasta límites extremos: embriagado por la reciente conquista de su subjetividad expresiva, olvida incluso la relación con la objetividad del mundo fáctico, llegando así a composiciones ya casi del todo abstractas, en las que el devaneo de libérrimas pinceladas de pigmentos jugosos y generosas texturas apenas concede delgado margen a raras referencias al mundo reconocible. Esos rasgos son apreciables en muchas de las obras de 1958 a 1964, de modo especial en las series Volcanes y Zozobras.(…)

La figura como expresividad desgarrada

A partir de 1958, junto a las mutaciones estilísticas, en la producción de Obregón se manifiestan asimismo cambios radicales desde el punto de vista temático: comienzan a brotar entonces con creciente pujanza los temas, imágenes y símbolos de Latinoamérica y, en especial, los de su propio país, Colombia. Estos habían estado en algún grado presentes en casi todas sus etapas previas, aunque combinados con otros temas e imágenes de índole más universal. Sin embargo, hacia 1958 el artista se deja atrapar por la exuberancia, la agresividad y el violento desorden de la naturaleza física de su país, emblemáticamente representada en la pujante flora tropical, en la fauna salvaje y en el agreste paisaje de la alta montaña y de la costa tórrida. Pero, casi como si a ello le llevase por simbiosis esa violencia física, Obregón se siente también entonces solicitado con renovado brío por la violencia política y social de su patria, en trepidante ebullición tras la caída de la dictadura militar de Gustavo Rojas Pinilla (10 de mayo de 1957): regresan así con fuerza esas imágenes —ya recurrentes en su producción anterior— de masacres, genocidios, estudiantes muertos, mujeres asesinadas.

Surgen de ese modo numerosas obras aisladas, como La garza y la barracuda, 1959,o Aves cayendo al mar, 1961, y, sobretodo, ciertas series temáticas, como los Cóndores (iniciada en 1958), las Mojarras (a partir de 1959), el Toro-Cóndor (comenzada en 1960), las Barracudas (desde 1963), y otras variadas series con las que Obregón intenta expresar a cabalidad los temas de la Latinoamérica andina y tropical.

Aguijoneado por esa doble terrible violencia, la geofísica y la humana, Obregón siente la necesidad de traducirlas a través de un lenguaje plástico lo suficientemente dotado de referencias objetivas, fácilmente reconocibles por parte del público, aun cuando éstas se hallen moduladas por altas cotas de arbitrariedad expresiva del artista. El maestro cartagenero adopta así, a partir de 1958, una nueva modalidad estilística de índole abiertamente “figurativo-expresionista”, que, como ya dijimos, convive en feliz armonía con su simultáneo estilo “abstracto-lírico”. Sólo que la figuración expresionista que Obregón desarrolla entre aproximadamente 1958 y 1966 es tan apocopada y subjetiva que en ella las formas e imágenes del mundo exterior se reducen por lo general a meros fragmentos etéreos, dispersos y descompuestos. Estos fungen apenas como meras elipsis o anotaciones estenográficas, simples atisbos que nos permiten sospechar —y, en última instancia, re-crear— la presencia del tema aludido en el título de la obra: un cóndor se esconde muchas veces en un par de aceradas garras y en un desordenado revuelo de cortas pinceladas-plumas; una barracuda se resume en unas fauces abiertas o en unas aletas ríspidas; la vegetación tropical crece furtiva en una enmarañada madeja de largos brochazos retorcidos, amplias manchas cortas y cursivas pinceladas filiformes.

Obregón lleva ahora hasta las últimas consecuencias su habitual técnica de construir las formas con el mero color. En sus precedentes etapas, de mayor racionalidad geométrica, se había visto constreñido a someter en buena parte sus pigmentos a las pautas previamente marcadas por el diseño constructivo de la composición. Liberado ahora de tales coerciones, Obregón construye-destruye las imágenes directamente con el color, (des)componiendo formas y espacio con unas cuantas pinceladas magistrales, con unas pocas manchas vigorosas.

Ya desde muy temprano en su trayectoria artística, el catalán de Cartagena había comenzado la doble tarea de sintetizar y desarticular las formas en fragmentos cada vez más abstractos e irreconocibles. A partir de 1958, sin embargo, Obregón desintegra las imágenes con una furia incontenible en elípticos fragmentos, y los desparrama luego a voleo, haciéndolos flotar en un espacio neutro como nubes borrascosas. De hecho, el espacio obregoniano posterior a 1958 carece de límites y referencias, es del todo abierto e indefinido, y, en cuanto tal, es terreno abonado para la ambigüedad y el ensueño.

Es destacable al respecto la violenta tensión que, en estas obras, se genera entre el calmo y homogéneo fondo neutro y la maraña de enérgicas pinceladas, en forma de manchones amplios y alargados, de trazos filiformes e incluso de puntos o vírgulas. Los cuadros de Obregón se resumen de este modo en una palpitante erupción de pigmentos y retazos morfológicos, los cuales, a pesar de su aparencia de caos magmático, se sedimentan al final en discreto orden, sometiéndose a cierta estructura escondida que los relaciona e integra. Dando muestras de una gran habilidad compositiva, en efecto, Obregón organiza el fragoroso caos de sus cuadros en torno a una robusta construcción. Sobre una ortogonal trama de coordenadas (la horizontal del mar; la vertical del hombre y del vegetal), el maestro de Cartagena entreteje sus pinceladas conforme dicta el tema representado, mientras ritma el espacio compositivo con fulgurantes trazos briosos que distribuyen con justeza equilibrios y tensiones a lo largo y ancho del cuadro.

El “expresionismo figurativo” de Obregón podría, a su vez, dividirse en dos subperíodos sucesivos. Uno inaugural, que intercorre grosso modo de 1958 a 1966, se diferencia del subsiguiente por tres rasgos fundamentales. Es manifiesta en él, ante todo, una mayor libertad expresiva en la interpretación de las formas que —salvo raras excepciones, como La Victoria de Samotracia, 1961, La Violencia, 1962, y El Caballero Mateo,1964— lindan ya con la semi-abstracción; en la producción posterior a 1966, por el contrario, junto a generalizados brochazos del todo abstractos abundan también imágenes de sorprendente “naturalismo”. Además, en el periodo 1958-66 Obregón privilegia un colorido relativamente moderado, a predominante gris, aunque, acá o allá, rescalde tan austera atmósfera con encendidas zonas de tonos luminosos y cálidos: la sobriedad de esta paleta contrasta de plano con la desbordante esplendencia de que hará gala el pintor en el siguiente subperíodo. En tercer lugar, hasta 1966 usa todavía como material pictórico el óleo, con el que logra atractivas calidades plásticas de densidad matérica, texturados empastes, riqueza de modulaciones tonales y sutiles transparencias; a partir de esa fecha, en cambio, el cartagenero prefiere el acrílico, con lo que disminuirá no poco la calidad de sus gradaciones tonales y sus veladuras. (…)

Embriaguez del color y reencuentro con la forma

A partir de 1966, Obregón desarrolla su segundo subperíodo “figurativo-expresionista”. Frente a la instintiva soltura del trazo semiabstracto del período previo, Obregón, sin abandonar en ningún momento los brochazos expresivos y estenográficos, desarrolla ahora una abundante plétora de imágenes reconocibles, finamente trabajadas en concordancia casi literal con las convenciones académicas: surgen así elaborados personajes masculinos y femeninos, ángelas, anunciatas, cóndores, toros, alcatraces, búhos, barracudas, mojarras, flores, copas y otros seres u objetos de sorprendente verosimilitud “naturalista”. Acicateado, sin embargo, por su tormentosa ampulosidad y su grandilocuencia gongorina, el maestro de Cartagena inmerge estas imágenes tan “realistas” en una procelosa marejada de electrizantes manchas amorfas, como para condimentar —y, al propio tiempo, compensar— con una sobredosis de abstracción la pesada carga de figuración exacerbada.

Por otra parte, frente a las asordinadas atmósferas grisáceas del subperíodo 1958-66, Obregón prefiere ahora una paleta meridiana, rezumante de colores brillantes, de tonos luminosos, de luces refulgentes. Con esa su extraordinaria sensibilidad e intuición por el color, nuestro artista nos regala en las obras de este último período una auténtica pirotecnia lumínico-cromática, basada en súbitos fogonazos de luz-color, en esplendentes fosforescencias, en chisporroteantes timbres, en trepidantes contrastes de tintas y valores. Eximio colorista, dueño y señor indiscutido de un exuberante y fastuoso cromatismo, Obregón eleva ahora hasta la enésima potencia aquellas arbitrarias licencias en el uso del color, que ya lo habían distinguido desde los albores de su carrera artística: el capricho toca ahora no sólo el registro inusual de los tonos usados, sino también la manera y cantidad con que los distribuye, o la forma con que los relaciona entre sí, sin escatimar en ningún momento estridentes disonancias cromáticas.

Por otra parte, tras abandonar definitivamente el óleo, en 1966 Obregón adopta exclusivamente el acrílico, convencido de que, por su fluidez, ligereza, trasparencia y rapidez de secado, es el medio pictórico más pertinente para expresar su peculiar temperamento artístico. Con el empleo del dócil acrílico, Obregón logra traducir más veloz y eficazmente su gestualidad expresiva, al tiempo que puede hacer aún más vivaces y fecundos los tremendos contrastes con los que da vida y dinamiza a sus composiciones: contrastes entre colores cálidos y fríos, entre tonos intensos y agrisados, entre valores oscuros y luminosos, entre áreas barridas con suavidad y furiosos trazos expresivos, entre uniformes fondos neutros y pinceladas caligráficas a guisa de cursiva rúbrica, entre fragmentos morfológicos reconocibles e inefables manchas abstractas, entre momentos de silenciosa nada y torrenciales cataratas de gesto y verbo pictóricos, entre secreto orden constructivo y aparente caos epitelial. (…)

 

FICHA DEL MUSEO

 

ALEJANDRO OBREGÓN

Biografía de Alejandro Obregón

José María Salvador

Nace el 4 de junio de 1920 en Barcelona, España. A los seis años se radica con sus padres en Barranquilla, Colombia. En 1929 se reinstala con su familia en Barcelona. Estudia secundaria en el Stony Hurst College, Liverpool, Inglaterra (1930-34), y en Boston, Massachusetts, Estados Unidos (1934-36). En 1936 interrumpe sus estudios y trabaja en la empresa textilera de su familia en Barranquilla hasta que en 1938 se enrola como camionero e intérprete en las petroleras del Catatumbo, Colombia. De regreso a los Estados Unidos, frecuenta la Escuela de Arte del Museo de Boston (1939-40). En calidad de Vicecónsul de Colombia, de 1940 a 1944 reside en Barcelona, España. Allí asiste en 1942 en la academia de La Llotja y luego a los cursos libres de dibujo y pintura en el Círculo Artístico, hasta que decide proseguir por su cuenta su formación artística. A los 24 años de edad (1944), regresa a Colombia y enseña en la Escuela de Bellas Artes de Bogotá. En 1945 presenta su primera exposición individual en Biblioteca Nacional de Bogotá. Un año más tarde se instala en Barranquilla, luego de renunciar a su cargo en la Escuela de Bellas Artes de Bogotá. En 1947 recibe en su taller al arquitecto Le Corbusier, quien manifiesta poco entusiasmo por sus trabajos. Tras esta visita su estilo se toma más geométrico, ordenado y sintético. Testigo directo de la sangrienta represión de la dictadura militar, realiza en 1948 el óleo Masacre. 10 de abril, que exhibe, con otros cuadros de contenido político, en su exposición individual en la Sociedad Colombiana de Arquitectos, pocos días después de tan trágicos sucesos. Durante el tiempo que dirige la Escuela de Bellas Artes de Bogotá (1948-49), ejerce gran influencia sobre los artistas en formación. A mediados de 1949, renuncia a dicho cargo para instalarse en Francia. Tras un breve paso por París, se establece en Alba-la-Romaine, cerca de Aviñón (1949-54). Allí trabaja en composiciones estáticas de formas planas, sintéticas y geometrizadas, de clara influencia cubista. En Francia presenta exposiciones individuales en Montelimar (1953) y en la Galería Creuze de París (1954). En 1955 expone en la Unión Panamericana de Washington, D.C., participa en la II Bienal de Sáo Paulo y en la III Bienal Hispanoamericana de Barcelona, en la que obtiene un premio. A partir de 1956 comienzan a hacerse recurrentes en su pintura ciertos objetos-símbolo de la fauna, flora y geografía de la costa tropical en que vive. Inicia las series Cantaclaros y Eclipses. Ese mismo año obtiene en Houston, Texas, el primer premio en la Gulf Caribbean International Exhibition. En homenaje a los estudiantes asesinados por la dictadura durante las revueltas del 8 y 9 de junio de 1954, pinta el óleo Velorio. Estudiante fusilado, con el que gana en Bogotá el Premio Guggenheim International. Todavía en 1956 expone individualmente en la Sociedad Colombiana de Arquitectos, en el Club de Profesionales de Medellín y en el Museo La Tertulia de Cali. Un año más tarde, después de ser testigo de las manifestaciones populares y la sangrienta represión que precedieron a la caída de la dictadura de Rojas Pinilla (10 de mayo), aborda de nuevo en sus cuadros los temas de la violencia política y social, como en Estudiante muerto, con el que obtiene el segundo premio en el X Salón Anual de Artistas Colombianos. Concurre a la IV Bienal de Sáo Paulo. Tras un viaje de varios meses por Francia y los Estados Unidos (1957-58), a partir de 1958 abandona la estructura geométrica y acentúa cada vez más la espontaneidad del trazo y la síntesis formal, comenzando así su período expresionista, casi lindante ya con la abstracción. Ese año gana el Primer Premio de la Bienal Hispanoamericana en Madrid. En 1959-60 enseña en la Escuela de Bellas Artes de Bogotá. En 1959 inicia la serie Cóndores y Mojarras, presentadas entonces en dos muestras personales en Bogotá: los Cóndores en la Biblioteca Nacional, las Mojarras en la Librería Buchholz. Exhibe individualmente también en la Obelisk Gallery de Washington, D.C. y en la Roland de Aenlle Gallery de Nueva York. Por esas misma fechas gana el Primer Premio en el Salón Anual de Barranquilla y una mención de honor en la V Bienal de Sáo Paulo. En 1960, fecha de inicio de las series Volcanes, Toro-Cóndor y Mangles, abre muestras personales en la Galería El Callejón de Bogotá, en el Instituto de Arte Contemporáneo de Lima y en la Galería Sixtina de Sáo Paulo. Por esos meses gana el Primer Premio del Salón Nacional de Cúcuta. En 1961 inaugura exposiciones individuales en el Museo La Tertulia de Cali, en la Galería El Callejón de Bogotá, en el Club Barranquilla y en la Galería Sixtina de Sáo Paulo. En 1962 obtiene por vez primera el Premio Nacional de Pintura en el XIV Salón Anual de Artistas Colombianos con la obra Violencia. Se desempeña como decano de la Escuela de Bellas Artes en la Universidad del Atlántico, Barranquilla (1962-63). En 1963, fecha de inicio de la serie Barracudas, expone personalmente en la Galería Sistina de Milán, al tiempo que interviene como artista invitado en el Festival dei Due Mondi en Spoleto, Italia, y en la Bienal de Sáo Paulo. Meses después, luego de renunciar a la Dirección de la Escuela de Pintura de la Universidad del Atlántico, viaja a Europa. En 1965 presenta una retrospectiva en la Galería Colseguros de Bogotá. En 1966, data en la que abandona definitivamente el óleo por el acrílico y en la que inicia la serie Los Huesos de mis bestias, obtiene por segunda vez el Premio Nacional de Pintura en el XVIII Salón de Artistas Nacionales. Su obra se destaca en 1967 por varias muestras personales en la Biblioteca Luis Angel Arango de Bogotá y en el Museo La Tertulia de Cali, así como por la obtención del Gran Premio Latinoamericano Francisco Matarazzo Corinho en la IX Bienal de Sáo Paulo. Un año más tarde se residencia definitivamente en Cartagena. En 1970 presenta una importante muestra en el Center for Inter-American Relations de Nueva York. En 1973 inaugura una amplia individual en el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Posteriormente su obra se presenta en importantes retrospectivas en el Museo La Tertulia de Cali (1979), en el Salón Cultural de Avianca en Barranquilla (1981) y en la Galería Esede de Bogotá (1981). De 1982 a 1983 una amplia retrospectiva suya itinera por el Museo Metropolitano de Coral Gables, Miami, Florida, el Museo de Arte Moderno de Latinoamérica, OEA, Washington, D.C. y la Galería Quintana de Bogotá. En 1983 su cuadro-mural Amanecer en los Andes es instalado en la sede de la ONU en Nueva York. En 1985 la importante retrospectiva Alejandro Obregón. Pintor colombiano (106 obras de 1942 a 1985), itinera por el Museo Nacional de Bogotá, la Maison de l’Amérique Latine en Paris, y por Madrid. En años sucesivos abre muestras individuales en el Museo de Arte Moderno de Bogotá (1986), en la Galería Garcés Velásquez (1987), en la Aberbach Fine Art Gallery de Nueva York (1988), en la Galería Duque Vargas de Medellín (1989) y en la Galería El Museo de Bogotá (1990). En 1990, al cumplir el pintor 70 años, una amplia retrospectiva de su producción de cinco décadas itinera por el Museo de Monterrey, el Museo de Arte Moderno de México y el Museo de Arte Moderno de Bogotá. En 1991 una selección de sus obras maestras es organizada por el Centro Cultural Consolidado de Caracas.

 

 

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