EL OZAMA DE
DOMINGO LIZ
FERNANDO UREÑA RIB
Vale la pena adentrarse en el equívoco laberinto de calles que desemboca en la Casa Jardín de Ada Balcácer, para ver la exposición “Escritura del Ozama” que Domingo Liz presenta allí desde hace unas semanas.
Liz es un maestro dominicano cuya obra posee calidad y trascendencia universales comparables a la de los grandes maestros latinoamericanos del siglo XX. La declaración no es aventurada ni gratuita. Está sustentada en sus largos años de ejercicio magisterial, en la nitidez y hondura de su oficio y en una concepción creativa muy propia de su quehacer.
Que sepamos, sin embargo, la obra de Liz ni ha sido lo suficientemente prolífica ni ha tenido la difusión extensa que ostentan otros maestros, coetáneos suyos, . Esta breve y contundente colección de pinturas demuestra que él la merece.
Domingo Liz contempla y plasma su visión de la evolución y el deterioro del paisaje en torno al río Ozama ocurrido en el lapso de cuatro décadas. Esa visión, como se revela en las pinturas que presenta, es a veces la visión de un niño. La visión pura de un niño, cabría decir. De un niño exaltado, apasionado, vehemente. Pero su mano, es la mano paciente y diestra del maestro. Reunir en una obra la fresca visión de un niño y la mano perspicaz de un maestro es uno de sus grandes logros. Miró, Chagal y Picasso se valieron de ese poderoso recurso. Y en áreas como las de la música y la literatura se podría afirmar que esa visión y ese espíritu asoman de igual modo en Mozart y en Neruda, por ejemplo.
Sin embargo, la similitud termina ahí. Porque la obra de Liz es el testimonio de una realidad presente, palpitante y nuestra. La humanidad es la que se desborda sobre las márgenes del Ozama. No. No es el río el que crece con desmesura. Son los habitantes que se arriman desde los campos, desde los pueblos pequeños y olvidados, desde las áridas dunas del occidente isleño. El Ozama los acoge y poco a poco aquella enmarañada vida selvática se transforma en otra maraña. Techos de dos aguas, alambres, cartones y enlates transfiguran el verdor de la foresta en el gris ansioso y pululante de las fabelas.
Aparte de sus innovaciones estéticas, la obra de Domingo Liz contiene juicios sociales, económicos y políticos que implican tanto una profunda reflexión como una decepción. Los políticos y la clase económicamente poderosa del país han dado la espalda al río Ozama y en vez de convertir sus riveras en hermosos paseos residenciales lo dejaron convertirse en un atolladero.
Por supuesto, las ensimismadas y poderosas clases dirigentes no atendieron las causas que provocaron esa dolorosa migración, ni advirtieron la riqueza y suntuosidad de esas nobles riveras. Históricamente resulta una conducta extraña, porque lo primero que se procuraban conquistadores y colonizadores era un río. Desde las aguas mansas y profundas del Ozama partieron muchas de las grandes hazañas de la conquista.
Ahora la historia es otra. Y Domingo Liz la cuenta. Este narrador conoce las anécdotas del río y de esa muchedumbre que aprendió a gozarlo. Ningún otro pintor dominicano es capaz de construir y reconstruir como él sus escenas de algarabía, de miseria o de duelo. Para la proyección de ese hervidero humano Domingo inserta personajes y objetos, seres apasionados, gente contenciosa o feliz que se burla de la vida y del destino como única manera de subyugarlos.
Todas las armas son válidas. Domingo Liz retrata un mundo que los dominicanos en general ignoramos, pero que está allí y por todas partes nos rodea y nos acecha. Albañiles improvisados, plomeros que no saben la diferencia entre un caño de agua caliente y otro de agua fría, electricistas que se juegan la vida y se tragan los cables. Pero también el señorón del colmado que les paga y la joven señora que los seduce. La ironía es, sobre todo, su arma favorita. Y allí, bajo el caudaloso fluir del Ozama se desborda tanto el dolor como el sutil humor del maestro.
FERNANDO UREÑA RIB