FÁBULAS URBANAS
FERNANDO UREÑA RIB
JOSÉ ALCÁNTARA ALMÁNZAR
Un artista, cualquiera que sea su oficio, sabe que existen vasos comunicantes entre las artes. Tal vez por eso resulte tan difícil dedicarse al ejercicio de una de ellas sin establecer al menos un vínculo con alguna otra, sin haya ese trasiego de dúctiles materiales que adoptan expresiones distintas según el hilo conductor que las transmita. En el Renacimiento, época de artistas ecuménicos, hallamos claramente ese nexo que une la poesía con la pintura y a ésta con la ciencia. Miguel Angel, por ejemplo, era poeta y escribió sonetos a Victoria Colonna. A su vez, Leonardo da Vinci tenia una visión del mundo poblada de intuiciones filosóficas.
Más cerca en el tiempo, encontramos escritores con una respetable obra en musicología, como el caso de Alejo Carpentier, autor de una historia de la música en Cuba y un delicioso libro de artículos que tituló Ese músico que llevo dentro. Afición parecida vemos en el novelista checo Milán Kundera, que posee brillantes ensayos acerca de la música, en especial la de su compatriota, el compositor Leos Janacek, y su Improvisación en homenaje a Stravinski”. También tenemos el caso, entre nosotros, poco común por cierto, de un magnífico pianista que, como Manuel Rueda, fue también un escritor excepcional que revolucionó nuestras letras.
El nombre de Fernando Ureña Rib representa, en la República, el ejemplo del artista universal, dotado de una curiosidad inagotable y de un versátil dominio de varias artes. Él se mueve plácidamente en el mundo de las líneas y colores de donde surgió, pero mantiene un constante diálogo con otras que le resultan indispensables y que enriquecen su quehacer intelectual. Exquisito dibujante y pintor, es también escultor, crítico literario, narrador, con una sólida formación adquirida bajo la guía de su maestro Jaime Colson, en la Escuela Nacional de Bellas Artes, donde se graduó como profesor de dibujo en 1968, y luego en estudios realizados en España. Completó su formación con abundantes lecturas, de las que tenemos noticias en sus escritos, en los que a veces asoman un Benedetto Croce o un José Ortega y Gasset, y por supuesto, su figura tutelar, el inolvidable poeta Pedro Mir, con el que mantuvo un diálogo permanente hasta su muerte en el año 2000.
Estamos, pues, ante un pintor que se distingue, entre los de su generación, por su diestro manejo de varios lenguajes artísticos. Nacido en la Romana en 1951, ha tenido una trayectoria ascendente desde su primera exposición individual en 1973. Su pintura, de la es imprescindible decir algunos rasgos antes de pasar a su narrativa, se caracteriza por la belleza formal y el predominio de una serenidad entroncada en la tradición clásica, por el refinado erotismo y la espontánea sensualidad de sus desnudos, por el movimiento incesante de sus figuras femeninas y los juegos luminosos que dan a sus claroscuros ese sello tan personal que poseen, por su maravilloso cromatismo de esencias antillanas, por la magia, en fin, que se desprende de sus lienzos y que sin intermediarios ni explicaciones de ninguna índole, seducen al espectador desde el primer momento, debido a su carga onírica, la ternura de sus rostros suaves y la perfección anatómica de los cuerpos que pinta.
El mundo figurativo de Fernando Ureña Rib está emparentado con la gran pintura universal de todos los tiempos. Recuérdense sus mordaces rostros grotescos de los años ochenta, en los que prevalece un propósito desacralizador y burlón que remite al orbe esperpéntico de Goya, tan bien asimilado por Fernando Ureña Rib mientras estudiaba en España. No es difícil tampoco advertir en sus cuadros la rigurosa formación recibida en Santo Domingo, sus referencias al mundo colsoniano, así como al de otros maestros de la plástica nacional que como Ada Balcácer y Domingo Liz, entre otros, con consumados dibujantes y coloristas.
Fernando Ureña Rib presenta ahora una nueva faceta de su obra, el libro titulados Fábulas urbanas, en el que plasma una serie de imágenes en forma narrativa. El propio artista dice, en el pre-texto de su obra: “Intuyo entonces que el arte de escribir y el de pintar no son lejanos, quizá porque los dos tomen como punto de partida la riqueza y la fuerza de una imagen”. Esta confesión es clave para comprender el perfil narrativo del pintor, para quien “el arte es un elevado y complejo acto de creación que consiste en la comunicación de las imágenes que pueblan el mundo interior del artista.”
Uno se siente tentado a preguntarse de inmediato “Por qué ha escogido el término “fábulas”? Éstas, en la preceptiva literaria, son ficciones alegóricas de las cuales derivamos una enseñanza. ¿Quién no leyó, en sus años de estudiante, alguna de Esopo, cuya sencillez encierra siempre una aleccionadora moraleja? En las de Ureña Rib hay mucho de imaginación y de invención, pero se afincan en la realidad interior de su hacedor, que no busca dar lecciones si se queda en la simple anécdota, sino que invita al lector a descubrir lo que está oculto en las palabras.
Los treinta y dos relatos que integran la obra Fábulas urbanas son por lo general breves y están conectados entre sí por la figura del pintor, convertido en protagonista o en narrador-personaje que atraviesa las páginas del libro con mirada sorprendida, dejándose atraer por los detalles de su entorno, donde descubre las grandezas de la vida. La presencia frecuente de un personaje como Aura, simboliza la otredad buscada o deseada que completa su universo.” Aura, la muchacha que está esperándote en el umbral viene del otro lado de las montañas, tiene la piel del ébano y huele a lluvia y a café, ” leemos en el relato titulado “Trópico”.
La ciudad como personaje –Santo Domingo o Miami, poco importa- es un amasijo caótico tortuoso que desasosiega al autor, pero que esto no puede prescindir de él. La ciudad ejerce en Fernando un poder tan determinante como lo tuvo en Italo Calvino para quien “Las ciudades, como los sueños, están construidos de deseos y de miedos” o para Alejo Carpentier, eterno enamorado de La Habana; o la fatalidad que el poeta Constantino Cavafis atribuye a su Alejandría natal: “No encontrarás otro país ni otras playas,/llevarás por doquier y a cuestas tu ciudad; / caminarás las mismas calles,/ envecerás en los mismos suburbios / encanecerás en las mismas casas,/ Siempre llegarás a esa ciudad; /no esperes otra, / no hay barco ni camino para ti./ Al arruinar tu vida en esta parte de la tierra, /la has destrozado en todo el universo”.
Fernando encuentra en la urbe un inmenso arsenal de situaciones y hechos para fabricar sus historias. Son relatos fluidos, concisos, bien contados, sensuales, plásticos en su concepción y desarrollo y en los que están presentes los cuerpos, los abrazos y el placer sensorial que experimentamos bajo la lluvia (“Celajes”).
Son narraciones falsamente cotidianas, con su toque de misterio y de caricias (“El Abrazo”) y las alusiones al desquiciamiento de la ciudad o al oficio de pintor (“Trópico”), “Vientos del Norte, Vientos del Sur”, “La vida es tan simple”). La ciudad es la cabeza de la hidra, donde las noticias locales, el café con leche, los balcones y el puerto, se mezclan con cierta absurdidad kafkiana o tienen un trasunto de alguna escena de Hitchcock, por el espanto que provocan las aves que sobrevuelan demasiado cerca del espectador (“La torre vigilada”).
Abundan las imágenes que revelan el oficio primigenio del autor: “El sol parecía una torta de maíz o una rojiza e inmensa yema de huevo” (“La porteña”); “los campos eran rojos de amapolas y al pie de las montañas el sol enrojecía el viejo caserón” (“La toscana”); “azul intenso (…) verde esmeralda o ambarino(…), gris tumultuoso” (“Adriana en su laberinto”); “Intenso azul (…) manchas blancas” (“Historia cíclica de la felicidad”). Pero hay también impresiones auditivas, táctiles u olfativas que redondean este mundo sensorial: “envuelto en los olores de la capital (…), nos castigaba un olor de cerveza derramada” (“El hombre de Otavalo”).
La recurrente imagen de la biblioteca, así como las numerosas referencias intertextuales, indican el diálogo continuo del autor con pensadores diversos. Las menciones se presentan como algo esencial y no como simples citas librescas o fuegos artificiales del saber. A veces Freud, Nietzsche o Lacan permiten reflexiones sobre el suicidio, el amor y la muerte, o el trazado de personajes complejos y atormentados (“La porteña”)
Sin embargo, estas situaciones, en apariencia lejanas y con sabor a otros países, no desdibujan el perfil antillano del autor ni disminuyen ese deslumbrante vigor de sus historias, esa especie de mirada sobre sí mismo y el oficio de pintar. Ahí están, palpitantes en su memoria el barco que “quedó varado en el puerto de Sánchez” el hombre “que tomó el tren a San Francisco y los recuerdos de Nagua, Pimentel, Cotuí, Castillos (“El hombre de Otavalo”); el hacinamiento de los tugurios de Villa Juana, el ruido de la Duarte con París, el Teatro Atenas y el Parque Enriquillo, auténticos emblemas de la parte alta de la ciudad (La bola de cristal): “La hora roja de la tarde”, Sabana Perdida, los haitianos (“El búfalo de Villa Mella”); la doméstica embrujada por la oferta de uso extranjeros que intentan conquistarla para trabajar como “camarera” en Francia, Italia, Grecia, Holanda, y ella acepta porque se da cuenta de que su destino ha cambiado (“La salamandra”).
El relato más extenso del libro, “La vindicación de Omar”, reúne características que oscilan entre el informe policíaco y la ficción, a la manera de Borges. El mito, la reelaboración de la historia y la reflexión filosófica convergen en una narración que revela la vena novelística del autor y su cuestionamiento de los supuestos consagrados por la Historia. Resulta sorprende la coincidencia de este relato, escrito antes del 11 de septiembre de 2001, con los hechos ocurridos en la ciudad de Nueva York aquel trágico día. El propio autor, sorprendido de su hallazgo, confiesa que ” En estos días se me hizo evidente que el arte y la literatura, como ejercicios puros de la imaginación, son asaltados por atisbos de premonición. Uno de mis textos más ambiciosos, La vindicación de Omar, No está libre de augurios:”
El informe de John García, mayor de una brigada de rescate de Nueva York, luego del arresto y posterior enjuiciamiento de Joachim S. Bennazar y Nathán Cirineo de Gaza en un parque de Brooklyn, la noche del 13 de diciembre, ´”bajo la acusación menor de inicar una hoguera ilegítima en áreas públicas” es un pretexto para indtroducir una larga reflexión sobre las mentiras de la Historia, el Islam, el fanatismo religioso, y un testimonio sobre el cataclismo social escenificado en las torres gemelasd de la capital del mundo: “Ahora eres tú mi juez, al pie de estas torres gemelas cuya destrucción ansío tanto como la mía”.
Igual que en Memorias de Adriano y Opus nigrum de Marguerite Yourcenar, o más recientemente el Manuscrito carmesí de Antonio Gala, novelas extraordinarias en las que ambos escritores cuentan, con palabras nuevas, las grandezas y miserias del pasado, nos enfrentamos, en Fábulas Urbanas – guardando las distancias de lugar- con un severo juicio de la Historia y los tortuosos laberintos del poder político. “La historia siempre es falsa” y “el hombre político es siempre un actor” leemos en las páginas de este relato apasionante. La “cruel economía de la guerra” alimentada con sutiles falacias, nos aplasta. La religión “El arma más peligrosa de la historia” , es la causante de numerosos desastres. Poder y sumisión basada en el miedo son palabras que resumen el curso de la historia a través de los siglos. Por último, la revelación que que la muerte “te llegará en una gran ciudad, el último día del penúltimo siglo, pero no la verás. Una enorme explosión y un ruido de voces y de luces ahogarán tu último suspiro.”
En este relato Ureña Rib reelabora, en términos literarios, las consecuencias de la ceguera religiosa y política y el horror de la guerra, asuntos que han dominado a la humanidad desde la Antigüedad hasta nuestros días. La explosión final es una metáfora de irracionalidad más absurda, por encima de todas las contribuciones del conocimiento, los aportes de la ciencia y la belleza de la poesía. De ese modo, el autor nos conduce, por pasadizos inextricables, al encuentro con la escandalosa realidad del mundo contemporáneo.
Antes de concluir, permítanme expresar mi gratitud al pintor y expresar mi gratitud al pintor y escritor y amigo. Hace casi veinte años, Fernando ilustró generosamente Las máscaras de la seducción, libro hoy agotado, como casi todos los míos. Era una colección de cuentos cuya irreverencia captó muy bien el artista en sus dibujos a plumilla. Por ello le quedé siempre agradecido, pero no había podido reciprocarle el gesto. Hace sólo unas semanas, Fernando cedió la diapositiva de un cuadro suyo, “El perdón”, para el libro de Ida titulado El Amor todos los días, que acaba de salir. Estoy , pues, más que contento de ser un orgullos padrino de la obra que hoy ponemos en circulación y de servir de enlace entre ésta y el público, a través de estos breves comentarios.
La lectura de Fábulas urbanas , de Fernando Ureña Rib, depara al lector momentos de verdadero placer estético, al mismo tiempo que le pondrá en contacto con el mundo interior del artista, cuya riqueza es sólo comparable con la de su universo pictórico . Recibamos, pues, esta obra con los brazos abiertos, confiados en la maestría del autor para manejar imágenes entrañables que redescurbren un mundo conocido.
Abundan las imágenes que revelan el oficio primigenio del autor: “El sol parecía una torta de maíz o una rojiza e inmensa yema de huevo” (“La porteña”); “los campos eran rojos de amapolas y al pie de las montañas el sol enrojecía el viejo caserón” (“La toscana”); “azul intenso (…) verde esmeralda o ambarino(…), gris tumultuoso” (“Adriana en su laberinto”); “Intenso azul (…) manchas blancas” (“Historia cíclica de la felicidad”). Pero hay también impresiones auditivas, táctiles u olfativas que redondean este mundo sensorial: “envuelto en los olores de la capital (…), nos castigaba un olor de cerveza derramada” (“El hombre de Otavalo”).
La recurrente imagen de la biblioteca, así como las numerosas referencias intertextuales, indican el diálogo continuo del autor con pensadores diversos. Las menciones se presentan como algo esencial y no como simples citas librescas o fuegos artificiales del saber. A veces Freud, Nietzsche o Lacan permiten reflexiones sobre el suicidio, el amor y la muerte, o el trazado de personajes complejos y atormentados (“La porteña”)
Sin embargo, estas situaciones, en apariencia lejanas y con sabor a otros países, no desdibujan el perfil antillano del autor ni disminuyen ese deslumbrante vigor de sus historias, esa especie de mirada sobre sí mismo y el oficio de pintar. Ahí están, palpitantes en su memoria el barco que “quedó varado en el puerto de Sánchez” el hombre “que tomó el tren a San Francisco y los recuerdos de Nagua, Pimentel, Cotuí, Castillos (“El hombre de Otavalo”); el hacinamiento de los tugurios de Villa Juana, el ruido de la Duarte con París, el Teatro Atenas y el Parque Enriquillo, auténticos emblemas de la parte alta de la ciudad (La bola de cristal): “La hora roja de la tarde”, Sabana Perdida, los haitianos (“El búfalo de Villa Mella”); la doméstica embrujada por la oferta de uso extranjeros que intentan conquistarla para trabajar como “camarera” en Francia, Italia, Grecia, Holanda, y ella acepta porque se da cuenta de que su destino ha cambiado (“La salamandra”).
El relato más extenso del libro, “La vindicación de Omar”, reúne características que oscilan entre el informe policíaco y la ficción, a la manera de Borges. El mito, la reelaboración de la historia y la reflexión filosófica convergen en una narración que revela la vena novelística del autor y su cuestionamiento de los supuestos consagrados por la Historia. Resulta sorprende la coincidencia de este relato, escrito antes del 11 de septiembre de 2001, con los hechos ocurridos en la ciudad de Nueva York aquel trágico día. El propio autor, sorprendido de su hallazgo, confiesa que ” En estos días se me hizo evidente que el arte y la literatura, como ejercicios puros de la imaginación, son asaltados por atisbos de premonición. Uno de mis textos más ambiciosos, La vindicación de Omar, No está libre de augurios:”
El informe de John García, mayor de una brigada de rescate de Nueva York, luego del arresto y posterior enjuiciamiento de Joachim S. Bennazar y Nathán Cirineo de Gaza en un parque de Brooklyn, la noche del 13 de diciembre, ´”bajo la acusación menor de iniciar una hoguera ilegítima en áreas públicas” es un pretexto para introducir una larga reflexión sobre las mentiras de la Historia, el Islam, el fanatismo religioso, y un testimonio sobre el cataclismo social escenificado en las torres gemelas de la capital del mundo: “Ahora eres tú mi juez, al pie de estas torres gemelas cuya destrucción ansío tanto como la mía”.
Igual que en Memorias de Adriano y Opus nigrum de Marguerite Yourcenar, o más recientemente el Manuscrito carmesí de Antonio Gala, novelas extraordinarias en las que ambos escritores cuentan, con palabras nuevas, las grandezas y miserias del pasado, nos enfrentamos, en Fábulas Urbanas – guardando las distancias de lugar- con un severo juicio de la Historia y los tortuosos laberintos del poder político. “La historia siempre es falsa” y “el hombre político es siempre un actor” leemos en las páginas de este relato apasionante. La “cruel economía de la guerra” alimentada con sutiles falacias, nos aplasta. La religión “El arma más peligrosa de la historia” , es la causante de numerosos desastres. Poder y sumisión basada en el miedo son palabras que resumen el curso de la historia a través de los siglos. Por último, la revelación que que la muerte “te llegará en una gran ciudad, el último día del penúltimo siglo, pero no la verás. Una enorme explosión y un ruido de voces y de luces ahogarán tu último suspiro.”
En este relato Ureña Rib reelabora, en términos literarios, las consecuencias de la ceguera religiosa y política y el horror de la guerra, asuntos que han dominado a la humanidad desde la Antigüedad hasta nuestros días. La explosión final es una metáfora de irracionalidad más absurda, por encima de todas las contribuciones del conocimiento, los aportes de la ciencia y la belleza de la poesía. De ese modo, el autor nos conduce, por pasadizos inextricables, al encuentro con la escandalosa realidad del mundo contemporáneo.
Antes de concluir, permítanme expresar mi gratitud al pintor y expresar mi gratitud al pintor y escritor y amigo. Hace casi veinte años, Fernando ilustró generosamente Las máscaras de la seducción, libro hoy agotado, como casi todos los míos. Era una colección de cuentos cuya irreverencia captó muy bien el artista en sus dibujos a plumilla. Por ello le quedé siempre agradecido, pero no había podido reciprocarle el gesto. Hace sólo unas semanas, Fernando cedió la diapositiva de un cuadro suyo, “El perdón”, para el libro de Ida titulado El Amor todos los días, que acaba de salir. Estoy , pues, más que contento de ser un orgullos padrino de la obra que hoy ponemos en circulación y de servir de enlace entre ésta y el público, a través de estos breves comentarios.
La lectura de Fábulas urbanas , de Fernando Ureña Rib, depara al lector momentos de verdadero placer estético, al mismo tiempo que le pondrá en contacto con el mundo interior del artista, cuya riqueza es sólo comparable con la de su universo pictórico . Recibamos, pues, esta obra con los brazos abiertos, confiados en la maestría del autor para manejar imágenes entrañables que redescubren un mundo conocido.