CAMILA HENRÍQUEZ UREÑA
MAESTRA DE LA CULTURA LATINOAMERICANA
MERCEDES SANTOS MORAY
ANA MARÍA PORTUGAL
La figura señera de Camila Henríquez Ureña vuelve a ser recordada en Santo Domingo con la publicación de sus obras completas, gracias a un auspicio del Banco de Reservas de la República Dominicana. Ofrecemos a nuestros lectores estos textos de la Revista Mujeres Cubanas, escritos por Mercedes Santos Moray y Ana María Portugal sobre la vida y obra de Camila.
Fernando Ureña Rib
Al día siguiente del asalto al Palacio de la Moneda, en Santiago de Chile, hace también tres décadas, fallecía en la ciudad de Santo Domingo, capital de la República Dominicana la última de los Henríquez Ureña, Camila, quien había nacido en aquella tierra hermosa, en 1894, y que al retornar, de visita, tras una operación de sus ojos, dejaba de existir, aunque en verdad ella jamás nos ha abandonado.
Como su padre, don Francisco, quien fuera presidente de aquella hermana república, y sus hermanos, los eminentes filólogos latinoamericanos Pedro y Max Henríquez Ureña, llegó para instalarse en la más caribeña de las ciudades cubanas, Santiago de Cuba, donde emergió como adolescente y joven, y a la que siempre solía retornar, en sus vacaciones, cuando cesaban las labores académicas de la Universidad de La Habana, donde la conocí, como mi maestra y mentora a fines de los años sesenta.
Camila había regresado a Cuba, precisamente, en esa década, luego del triunfo de la Revolución que le abrió el sendero de la docencia universitaria, la cual no había transitado en nuestro país antes, aunque sí la ejerciera en los Estados Unidos, de donde llegaba, en la madurez de una ancianidad colmada de lucidez, para sumar su genio e ingenio a la obra de transformar la sociedad cubana para que, también, las mujeres pudiesen arribar a la cultura.
Ella misma, en una de sus conferencias, ofrecidas en la Sociedad Lyceum, como propaganda del Congreso Nacional Femenino, del que fue una de sus más activas promotoras, había afirmado que “Antes que la mujer cubana pisara con frecuencia habitual las aulas universitarias, subiera a las cátedras y desempeñara los más altos ministerios en todos los órdenes profesionales, Cuba produjo varias extraordinarias capacidades femeninas, como –por no citar más de dos- Gertrudis Gómez de Avellaneda en el campo de las letras y María Luisa Dolz en el campo del magisterio.”
Camila era un ejemplo de esas mujeres de vanguardia que desmentían la incapacidad de las mujeres, y validaban su talento e inteligencia con decoro.
Sin embargo, y muy bien lo sabía ella –como lo expuso en sus charlas ofrecidas en 1939- que la cultura, como la sociedad, eran espacios limitados para la mujer, reducida todavía al mundo privado del hogar, o sometida a la manipulación del placer del valor por la vía de la prostitución.
Las notables individualidades que aparecieron en la cultura cubana, desde el siglo XIX, y también en las primeras décadas del XX, -Camila Henríquez Ureña era una muestra palpable de tal manifestación- se reducían a acciones que, por su número, no podían representar a todas las cubanas que no podían, como solía afirmarlo nuestra querida maestra, “desarrollar su propia personalidad”.
El dramático ejemplo de la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz latía, como un llamado, en medio de aquel movimiento feminista cubano que compartiría, con los hombres, en un sentido de equidad, la batalla por transformar la sociedad, en pos de la justicia y de la democracia, desde los años treinta de la pasada centuria.
“El verdadero movimiento cultural femenino empieza cuando las excepciones dejan de serlo.” Sus palabras hoy pueden parecer proféticas. Y es que Camila Henríquez Ureña, cuando tomó la decisión de abandonar su favorecida situación económica en el Vassar Collage, e incorporarse al proceso revolucionario, en la gestación de una nueva pedagogía, su obra sería precisamente la de forjar, en las aulas universitarias, a esa pléyade que hoy se expande por todos los registros y horizontes de la cultura en Cuba, y que fueron sus alumnas.
“El ser humano femenino empieza a existir ahora”, decía en 1939, en vísperas de aquel congreso de mujeres intrépidas, mal entendidas y valientes, y ese ser, el suyo que también es el nuestro, se valida en diversos campos con la energía de las mujeres, en el trabajo profesional, como obreras calificadas, técnicas e intelectuales, forjadas al calor de su ejemplo.
Cuando se organizaron aquellos primeros trabajos sociales, que desbordaban cualquier idea de extensión universitaria, y que permitieron a los jóvenes y a las muchachas, en compañía de sus maestros y maestras, recorrer la Isla, vimos a Camila presta a ofrecer sus charlas de arte, de literatura, de cultura en general, armada de la nobleza de su corazón, incorporada sobre la noble estructura de sus años.
Porque Camila tuvo una rara virtud, y lo puedo atestiguar, cuando falleció ya contaba con 77 años de edad, y era, sin embargo, más joven y osada que muchos de nosotros y de nosotras.
Ella era el primer estímulo y acicate para nuestras mentes, el impulso vital para la creación, la maestra que trascendía la erudición académica y el aula para traducirse en tutora de nuestras obras, en esa especie de “madre espiritual” que todos reclamamos muchas veces, con verdadera acritud, a nuestras progenitoras.
Camila, que no había tenido hijos de su sangre, sin embargo conocía del placer del amor maternal al verse colmada del afecto de la juventud que reconocía, en aquella mujer alta, espigada, de nobles y finas maneras, carácter decidido y firme, voz melodiosa y risa contagiosa, a una persona cuyas palabras se podían escuchar sin rubor, porque nacían no sólo de la experiencia ni de la lectura de los libros, en varias lenguas, sino del sentimiento y del amor.
En 1970, tres años antes del deceso de Camila, me llamó la profesora Isabel Monal, hoy Premio Nacional de Ciencias Sociales, y entonces coordinadora del grupo de investigaciones latinoamericanas y caribeñas de la Facultad de Humanidades, para que junto a Mariana Serra, estudiante como yo del cuarto curso de la Licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas, nos reuniéramos con Camila para iniciar los estudios de los lazos que unían a las tres islas hispanohablantes de las Antillas: Puerto Rico, Santo Domingo y Cuba.
Entonces fue cuando comencé a dedicarme a la investigación de la cultura dominicana, tutoriada por Camila, que luego devino mi tesis de grado, y empezamos las tres, dos alumnas y una profesora emérita, a trabajar más tarde en las Obras completas de Eugenio María de Hostos, el mismo que fue maestro de su progenitora, la poetisa Salomé Ureña: “En tiempos de mi madre, cuando ésta fundó la primera escuela secundaria para mujeres en su país, en colaboración del sabio maestro Eugenio María de Hostos, fue duramente censurada por querer “sacar a la mujer del seno protector del hogar”… y de la ignorancia que le era impuesta como una virtud inherente a su sexo.”
Hoy, cuando volvemos a Camila, para recordarla en el aniversario de su fallecimiento, el 12 de septiembre de 1973, releemos sus textos, y la vemos reír de placer en el aula y luego, socarronamente, bromear con nosotros que aspirábamos a leer aquella excelente “traducción” del Infierno, del Dante que ella nos acababa de leer, aunque sólo había hecho una traducción simultánea, para nosotros, del italiano medieval mientras nos acercaba al genio florentino.
Así era Camila, la amiga entrañable de don Pedro Salinas, el gran poeta español, la colega en la docencia, en los Estados Unidos, de Tomás Navarro Tomás, la fraternal y gentil compañera de otro genio, el del Albert Einstein cuya foto, dedicada, atesoraba siempre, donde se le veía no ante su teoría de la relatividad, sino con el violín en las manos y la mirada perdida, la maestra que nos sembró el amor a la cultura y la responsabilidad ante la vida, la que quiso que todas nosotras fuésemos como ella, mujeres libres e inteligentes, con independencia económica, y criterio propio, la amiga y compañera del hombre y no su sierva ni su esclava.
CAMILA, CARIBEÑA PROFÉTICA
Por Ana María Portugal
Camila Henríquez Ureña nació en República Dominicana el 9 de abril de 1894 y a la edad de nueve años se trasladó con su familia a Cuba, donde en 1926 adoptó la ciudadanía cubana. Camila provenía de una estirpe familiar de literatos, pensadores y educadores.
Su madre, Salomé Ureña, fue una notable precursora de la educación femenina en República Dominicana. Como fundadora de la enseñanza superior de la mujer en ese país, Salomé Ureña trabajó al lado del puertorriqueño Eugenio María de Hostos en la reforma de la enseñanza que permitió más tarde, y a iniciativa de ambos, la fundación de las Escuelas Normales, y asumiendo la dirección de la Escuela Normal de Maestras.
Aunque Salomé Ureña murió en 1898, cuando Camila tenía cuatro años, los recuerdos que guardaba de ella provenían de los relatos que le hacía su hermano Pedro, quien, por ser diez años mayor, se benefició de la influencia formativa de esa madre que hablaba fluidamente varios idiomas y que lo incitaba al hábito de la lectura.
Porque la casa de los Henríquez Ureña era una “casa de estudio”, según la propia Camila, donde “toda la familia se dedicó siempre a estudiar”. Si sus hermanos mayores, como Max y Pedro, pudieron estudiar en los Estados Unidos a fines del siglo antepasado, a Camila le pareció normal seguir la misma senda.
Es cierto que por ser mujer no tuvo la misma notoriedad de Pedro, por ejemplo, cuya obra y actuación están ligadas tanto a la historia de la Generación del 98 español, de cuyas fuentes fue tributario, como a la de los nuevos movimientos literarios de las primeras décadas del siglo XX en México, con Alfonso Reyes a la cabeza, de quien fue compañero y amigo.
Indudablemente, el ambiente intelectual y la libertad de ideas que rodeó la vida de Camila Henríquez Ureña fue decisiva en su formación de conciencia como mujer.
En 1932, luego de ejercer por varios años la docencia en Santiago de Cuba, se va a París para seguir estudios en la Sorbona. Al volver a Cuba, fija su residencia en La Habana y es elegida para presidir la Sociedad Femenina Lyceum siendo, además, fundadora de la institución Hispano Cubana de Cultura.
Esos años son decisivos en su permanente preocupación por el papel de la mujer en la cultura y en la creación. Precisamente sus ensayos sobre la presencia femenina en el romanticismo y en sus estudios dedicados a la poesía de mujeres, como el caso de Delmira Agustín, se orientan a este propósito.
Una notable contribución
La primera prueba de capacidad cultural que puede dar una mujer es la seriedad ante el trabajo y ante la vida. Tales palabras, pronunciadas por Camila en marzo de 1939, en el acto de propaganda del Congreso Nacional Femenino, en la sociedad Lyceum, que también presidió, son el reflejo de su actitud cívica y de su autoestima.
Sus conocimientos sobre los clásicos griegos y latinos, la literatura medieval y la antropología la condujeron a producir un notable ensayo sobre la situación de la mujer a lo largo de la historia. “Feminismo” será una de sus más importantes contribuciones al pensamiento feminista contemporáneo.
Camila lo presentó durante una conferencia ofrecida el 25 de julio de 1939 en la Institución Hispano-Cubana de Cultura de La Habana. No conocemos las reacciones que provocó esta conferencia, ni la influencia que tuvo en el incipiente movimiento post-sufragio de esos años.
La historia del feminismo –escribió en ese libro– no es sino el lado femenino de esa cuestión eterna (la pugna entre las dos mitades de la humanidad), y por tanto es la historia de una lucha entre partes muy desiguales, porque, como quiera que consideremos el problema, tenemos que partir del hecho incontrovertible de que la mitad femenina del mundo se ha encontrado siempre en condiciones de inferioridad respecto de la mitad masculina…
Para su tiempo, las ideas de Camila resultaron “agresivas”, pero su fama como educadora y filósofa, amén de sus títulos académicos adquiridos en universidades estadounidenses, donde ejerció diversas cátedras desde 1916, la puso a salvo del ostracismo.
A un riguroso y penetrante análisis sobre los orígenes del patriarcado, unió una notable comprensión sobre instituciones como el matrimonio y la familia, y su influencia en la opresión de las mujeres. En particular, son interesantes sus juicios sobre la maternidad. A partir de 1941, Camila Henríquez viaja constantemente por América Latina y los Estados Unidos como conferencista en universidades y centros culturales. Visita Panamá, Ecuador, Perú, Chile, Argentina y México.
En 1942 obtiene una Cátedra en Vassar College (EEUU) donde permanece por 17 años. En 1948, aprovechando su año sabático, se traslada a México para trabajar en el Fondo de Cultura Económica. En el decenio de 1950 viaja por España, Francia e Italia.
Cuando tomó la decisión de abandonar su favorecida situación económica en el Vassar Collage, e incorporarse al proceso revolucionario cubano en 1960, en la gestación de una nueva pedagogía, su labor sería precisamente la de forjar, en las aulas de la Universidad de La Habana y en Ciudad Libertad, a una generación que marcaría el devenir cultural de Cuba.
Desarrolló la docencia hasta su muerte, ocurrida el 12 de septiembre de 1973 a los 79 años. Tres años antes la Universidad de La Habana le había conferido el título de Profesora Emérita.
En 1992, el narrador y ensayista dominicano Andrés L. Mateo (Santo Domingo, 1946) escribió un ensayo titulado Camila Henríquez Ureña: la virtud del anonimato. Y en 1993, la Casa de las Américas convocó al “Premio Extraordinario de de Ensayos sobre Estudios de la Mujer”, para conmemorar, en 1994, el centenario del natalicio de Camila.