MARIO VARGAS LLOSA
TRUJILLO Y LA FIESTA DEL CHIVO
FERNANDO UREÑA RIB
MARIO VARGAS LLOSA Y LA FIESTA DEL CHIVO
por: Fernando Ureña Rib
Miami. Mayo 2.2000
Acabo de terminar (exhausto) La Fiesta del Chivo, el libro de Mario Vargas Llosa, que amablemente me enviara Mariela Sagel desde Panamá hace unos días. Imagino que para los dominicanos este último libro, más que una lectura amena e intrigante, será tema de obligadas reflexiones.
Es admirable el arrojo del escritor peruano al afrontar la monumental tarea de retratar una sociedad que no es la suya, tomando como línea de tierra, uno de los episodios más significativos de nuestra historia: El asesinato de Trujillo. La complejidad y magnitud de la tarea pudo haber extraviado al autor por insondables laberintos, similares a aquellos en los que se internó García Márquez al arriesgarse a escribir como novela la historia de Simón Bolívar. La novela histórica implica limitaciones a la libertad creativa del escritor, ausentes en las novelas de ficción. Pero la historia no puede ser jamás un retrato fiel de la realidad, sino una percepción, una idealización de los hechos.
Así, ya en el primer capítulo (en el que Urania, una atractiva mujer dominicana recién llegada de Estados Unidos recorre un trayecto de Santo Domingo, la ciudad que se vio forzada a abandonar en su temprana adolescencia, poco antes de la muerte de Trujillo) se advierte que la sociedad dominicana apenas se recupera de las heridas de esa nefasta era. En el retrato que pinta Vargas Llosa esas heridas profundas, cicatrizan tan solo en apariencia y basta atizarlas un poco para ver lo frescas que permanecen.
Aunque su retrato (al dar énfasis a lo grotesco y lo ridículo) a ratos se vuelve caricatura, con ronchas y mataduras, no hay duda que Vargas Llosa sigue las viejas instrucciones académicas para retratos a pincel. Los maestros pintores recomendaban empezar el retrato por la boca, que es el área donde confluyen la mayor cantidad de rasgos característicos de un individuo. Haciendo un paralelo, Vargas Llosa usa profusamente la boca, es decir, la lengua, la manera de hablar (y por tanto de pensar), para revelar lo que él percibe como la idiosincrasia de los dominicanos.
Creo que en este aspecto se le va la mano y pareciera que pinta a los dominicanos (héroes y villanos) como unos deslenguados que vomitan palabrotas de puro gusto. Esas excentricidades podrían valer en dosis reducidas, pero al exagerarse asaltan al lector y le roban atención de la acción misma. Sin que se enriquezca el relato, sin que alivien la sórdida pesadez que aquella historia implica. En fin que no todos los lectores encuentran humor, sensualidad o gracia en ciertas groserías. Es lamentable, porque ese recurso, tan del agrado contemporáneo, no va solo en detrimento del retratado, sino del laureado retratista, quien a fuerza de insistir en el habla vernácula y vulgar, no consigue dar a su obra el nivel de gran literatura, de literatura universal alcanzado con justo mérito en “La ciudad y los perros” o en “Conversación en la Catedral”, por ejemplo.
Sin embargo, estamos frente a un maestro de afinada técnica, que sabe mezclar las disquisiciones y los juicios del ensayista político, la historia de todos conocida y la ficción que origina y unifica el conjunto. Si eliminamos cualquier elemento de esa vertiente triple, la novela podría convertirse en el guión de una película de suspenso. Suspenso difícil de lograr ya que el desenlace de la historia es conocido en sus pormenores (el asesinato de Trujillo) y perfectamente predecible en el otro elemento (la violación de la Urania adolescente).
Como hábil observador de la sociedad e interpretador de los hechos históricos, Vargas Llosa consigue que confluyan en un tejido apretado y denso, la madeja de testimonios que recopiló durante sus frecuentes y prolongadas estadías en la isla de Santo Domingo, amalgamando las ideas políticas en boga. Sin embargo, nombres falsos (o supuestos) que forman parte de la ficción narrativa se mezclan imperceptiblemente con los héroes verdaderos y con los personajes históricos (algunos de los cuales viven todavía) de modo que no sabemos si algunos hechos son pura invención, ni si el monólogo interior de los protagonistas muertos es parte de la documentación provista (cartas, artículos) o si provienen del colorido mosaico de su imaginación.Pero el escritor no se aparta en ningún momento de su asunto. Mantiene en tensión las riendas y a medida que avanza, trabaja con riqueza de detalles ciertas escenas y personajes, mientras que otros apenas se perfilan o desfilan como sombras en el oscuro telón de fondo de la dictadura. Una de esas sombras sigue siendo figura clave e influyente en nuestros días. Y precisamente, lo que debe resultar más penoso de toda esta historia es la noticia de que muchos dominicanos anhelan todavía, en el portal del siglo XXI, el retorno de uno de aquellos personajes, hoy nonagenario, quien fuera protagonista de la época que nos ha marcado a todos (locales y expatriados) con su hierro candente en el costado, durante casi un siglo.
FERNANDO UREÑA RIB
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