FÁBULAS URBANAS
PULPO A LA GALLEGA
FERNANDO UREÑA RIB
Una tarde de marzo, la mujer del pulpo, engalanada y feliz, se sentó afuera sobre una roca espléndida del fondo marino e ignorando sus maliciosos depredadores habituales se dedicó a atrapar anémonas y orandas, succionándolas en las ventosas de sus tentáculos y devorándolas con particular agrado.
Poco antes, el Señor Pulpo había salido a dar un paseo por las inmediaciones. Le dijo a su mujer que, de paso, iría a hacer algunas apuestas en el casino oceánico y que regresaría antes que las sombras. Pero ella sabía que lo que él en realidad deseaba era exhibir, muy orondo, aquel traje viscoso y gris que estrenan los pulpos al llegar la primavera.
Para ir al casino era preciso descender hasta unos pasadizos vigilados por las orcas asesinas y por tiburones voraces. No tenía miedo. Ella sabía que no era difícil para su marido, ni para sus amigas, las rayas, escabullirse entre las rocas o la arena, pasar desapercibido y luego disfrutar unas horas jugando perlas, que es lo que generalmente los pulpos apostaban en las ruletas de aquel casino.
Eso pensaba ella tranquilamente mientras gozaba de unas ovas de sábalo. Sin embargo, cuando la pulpa entró de nuevo a la casa notó con horror que su marido había olvidado sobre la mesa el atado con las perlas. ¿Qué haría? Solo había dos alternativas. O esperaba en casa a que su adorado marido regresara, derrotado, o iría ella misma a llevarle las dichosas perlas.
Una fría corriente atlántica atravesó el salón. Entonces pensó en una tercera alternativa: La púrpura. Algunas veces la pareja de esposos se había comunicado de esa manera. Pero con lo de la púrpura había que tener cuidado y hacer cálculos precisos a fin de aprovechar el vaivén de la marea y la buena dirección de las corrientes.
La púrpura era un molusco común en aquellas aguas y ella solo tenía que cortarle la áspera valva, succionar y derramar poco a poco en la corriente un hilo hecho con sus tintes, y esa señal bastaba para que nuestro querido cefalópodo se enterara de que había una emergencia y debía regresar a casa cuanto antes.
Pero la señal no funcionó. Al contrario. El hilo de púrpura subió y subió en vez de descender a las profundidades del casino oceánico y quienes divisaron la señal fueron unos avispados buzos gallegos que merodeaban en la superficie, solazándose en un bote pesquero y tomando vino de agujas. “El vino de agujas va muy bien con los pulpos” dijo el capitán “y según veo aquí abajo hay unos cuantos.” Dicho y hecho. El buzo se zambulló y el cocinero comenzó de inmediato a preparar el agua hirviente, el ajo, el pimentón, el azafrán y el aceite de oliva. Pesaba ocho kilos.
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