AMADO NERVO
ERNESTO MARTÍNEZ
AMADO NERVO, UN POETA ROMÁNTICO
Por Ernesto Martínez
El poeta mexicano Amado Nervo ha quedado para siempre como uno de los escritores más prolíferos en la historia de la literatura universal, y aunque principalmente se le recuerda por sus poemas, también fue novelista, ensayista, periodista y diplomático.
Los mejores datos acerca de sus orígenes y formación cultural posiblemente se encuentran en dos de sus breves autobiografías, las que escribió en España. En una de ellas dice: “Nací en Tepic, pequeña ciudad de la costa del Pacífico, el 27 de agosto de 1870. Mi apellido es Ruiz de Nervo; mi padre lo modificó, encogiéndolo. Se llamaba Amado y me dio su nombre. Resulté, pues, Amado Nervo, y esto que parecía seudónimo así lo creyeron muchos en América, y que en todo caso era raro, me valió quizá no poco para mi fortuna literaria. ¡Quién sabe cuál habría sido mi suerte con el Ruiz de Nervo ancestral, o si me hubiera llamado Pérez y Pérez!”.
En sus diversas páginas autobiográficas, uno de los tópicos más repetidos fue el que carecía de historia. Nervo fue un sujeto humilde que, a pesar de todos sus logros, pudo escribir un día: “Soy un hombre a quien jamás le sucedió cosa alguna. Mi vida ha sido poco interesante: como los pueblos felices y las mujeres honradas, yo no tengo historia.”(1906), palabras que después puso en sílabas contadas (¿versos autobiográficos?): “Ahí están mis canciones, allí están mis poemas: yo, como las naciones, no tengo historia: nunca me ha sucedido nada”. En esta “Nostalgia” especial para VistaUSA Magazine, el lector podrá decidir si esta modesta observación del ilustre poeta se ajusta a la realidad de su existencia.
Nervo cursó sus primeros estudios en las modestas escuelas de su ciudad natal hasta que, después del temprano fallecimiento de su padre, cuando el futuro poeta contaba solamente con 9 años de edad, su madre lo envió al Colegio de Padres Romanos de Jacona en Michoacán. De allí pasó al seminario de Zamora, donde hizo sus estudios preparatorios, considerando brevemente estudiar para prebístero. Después quiso ser abogado y cursó estudios legales durante dos años, pero la limitada herencia que le legó su padre impidió que prosiguiera la carrera, por lo que tuvo que regresar a Tepic y trabajar en lo que fuera para mantenerse y ayudar a su numerosa familia.
Buscando un mejor destino, se trasladó a Mazatlán, donde comenzó su carrera literaria al publicar algunos artículos en el diario “El Correo de la Tarde”. En 1894 decidió dar el gran salto a la capital, cambio que al principio no le fue muy favorable para su desarrollo profesional. Este período, ciertamente difícil en su vida, siempre fue descrito por el poeta como “tiempos de esfuerzos y penalidades.” Sus biógrafos aseguran que dentro de esa escueta frase se esconde toda una época de hambre, sufrimientos e incomprensiones, que llevó a la futura gloria nacional a ejercer los más prosaicos menesteres para sobrevivir. Pero mucho más que esas vicisitudes, lo que lo impactó realmente fue la muerte de su hermano Luis, también poeta, quien se suicidó en la flor de la vida. Para un joven educado en los más ortodoxos dogmas de la fe cristiana, el suicidio de Luis fue un suceso que lo traumatizó tanto que hasta lo llevó a cuestionar sus creencias y convicciones.
Después de largas penurias, por fin pudo abrirse paso en la gran ciudad escribiendo para publicaciones como “El Mundo Ilustrado”, “El Nacional”, “El Imparcial”, “El Mundo” y las mejores revistas literarias del momento. Su producción fue copiosa y muy variada: cuentos, semblanzas, artículos humorísticos, reseñas teatrales, críticas de libros, artículos dialogados, crónicas, etc., y además, muchos versos como los que leyó ante el sepulcro del poeta Manuel Gutiérrez Nájera en el primer aniversario de su muerte, y que merecieron el aplauso unánime de todos, señalando así un punto de partida en su carrera de poeta lírico.
Pero aquello sólo fue el comienzo, porque su nombre no llegaría a ser reconocido hasta 1895 con la publicación de su primer libro, “El Bachiller”, que no era una colección poética sino una novela corta. Nervo describiría el éxito de esa obra de la siguiente y muy acertada manera: “Por lo audaz e imprevisto de su forma y especialmente de su desenlace, ocasionó en América tal escándalo que me sirvió mucho para que me conocieran.”
Su primer libro de versos publicado se tituló “Místicas” (1898), aunque anteriormente había reunido en un tomo sus poemas de adolescencia, los cuales vieron la luz pública ese mismo año bajo el título de “Perlas Negras.” Ambos libros pudieron considerarse dentro del género de la poesía religiosa pero destacaron por la forma insólita de expresión y un refinamiento poco común, como lo demuestra en el poema “La Sombra del Ala.”
Tú que piensas que no creo
cuando argüimos los dos
no imaginas mi deseo,
mi sed, mi hambre de Dios;
De todas suertes, me escuda
mi sed de investigación.
Mi ansia de Dios, honda y muda;
y hay más amor en mi duda
que en tu tibia afirmación.
Los siguientes trabajos fueron novelitas como “El Donador de Almas” y “Pascual”, que llevaron su fama a España, donde se imprimieron en un tomo que llamaron “Otras Vidas.” En 1899 sorprendió a México nuevamente escribiendo la zarzuela “Consuelo”, la cual se estrenaría ese mismo año en el Teatro Principal. Su intención era ensayarse en otro género y contribuir al advenimiento de un arte que fuera cien por cien nacional, aunque por motivos desconocidos, no insistió en estos propósitos.
En 1900, Nervo realizó uno de sus sueños más anhelados: conocer París, donde fue enviado como corresponsal de El Mundo. En la Ciudad Luz, el poeta cumplió eficazmente su encargo, pero a pesar de eso, fue despedido de forma sorprendente por el gerente de la empresa. De repente se vio nuevamente en problemas económicos, cosa que lo llevó a momentos de gran depresión anímica. Su salvación apareció en la persona de Ana Cecilia Luisa Daillez, una dulce mujer que se convertiría en su compañera durante más de diez años. Así lo relata el poeta: “Encontrada en el camino de la vida el 31 de agosto de 1901. Perdida (¿para siempre?) el 7 de enero de 1912.” Describió su muerte como “la amputación más dolorosa de mí mismo.” Fruto de ese dolor fue su libro más impactante y famoso, “La Amada Inmóvil”, que mantiene su fuerza y vigencia hasta nuestros días y que continúa teniendo una popularidad arrolladora en todo el mundo de habla castellana.
Volviendo a París, cabe destacar que Nervo se rozó con la crema y nata de la intelectualidad que gravitaba inevitablemente en la capital francesa, entonces en su más brillante período de “la Belle Epoque”: Verlarie, Moreas, Wilde y muy especialmente Rubén Darío, con quién lo unió una estrecha amistad que se reflejaría en sus trabajos posteriores. Entre las obras que publicó en París se encuentra la versión francesa de “El Bachiller” retitulada “Orígenes” y un libro de poesías nombrado aptamente “Poemas”, que contenía “La Hermana Agua”, uno de los textos que más celebridad le daría en todo el mundo.
Regresó en 1902 a México, donde le esperarían muchos años de popularidad y actividad. Volvió a colaborar en periódicos y revistas, publicó libros notables como “El Exodo y Las Flores del Camino”, “Lira Heroica” y “Los Jardines Interiores” y obtuvo, por oposición, el cargo de profesor de lengua castellana en la Escuela Nacional Preparatoria. En 1905 ingresó en el servicio diplomático y fue enviado a servir en la Legación de México en Madrid. Desde allá continuaba enviando correspondencias a “El Mundo” e informes de lengua y literatura para el Boletín de la Secretaría de Instrucción Pública. Sus escritos también serían altamente cotizados en publicaciones de Buenos Aires y La Habana, y durante esos años, publicaría en España muchos de sus mejores libros: “En Voz Baja”, “Juana de Asbaje”, “Serenidad”, “Elevación”, “Plenitud” y el siempre popular “La Amada Inmóvil.”
Cambios políticos en México lo destituyeron de sus cargos oficiales, y en 1914, inauguró otra época de penurias económicas. Esa situación se resolvió cuando, en 1918, el gobierno lo nombró Ministro Plenipotenciario y Enviado Plenipotenciario de México en Argentina y Uruguay, países a los cuales viajó a principios de 1919 y donde fue recibido con insólitas muestras de admiración y afecto.
Amado Nervo no regresaría a su querido país en vida, falleciendo en Montevideo, Uruguay, el 24 de mayo de 1919. La llegada de sus restos a México –al igual que sus funerales–, constituyeron una verdadera apoteosis nacional. El cuerpo del poeta yace en la Rotonda de los Hombres Ilustres, aunque fue el mismo Nervo quien escribió quizás su mejor epitafio:
Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;
porque veo al final de mi rudo camino
Que yo fui el arquitecto de mi propio destino
que si extraje la miel o la hiel de las cosas,
fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas:
cuando planté rosales, coseché siempre rosas.
…Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno:
¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno!
Hallé sin duda largas noches de mis penas;
mas no me prometiste tú sólo noches buenas;
y en cambio tuve algunas santamente serenas…
Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!
AMADO NERVO
México (1870-1919). Nacido en Tepic, un pueblo del estado de Jalisco, Nervo inició tempranamente estudios hacia la carrera sacerdotal, que pronto abandonó. Ya establecido en la capital, en 1894, colabora en un el grupo de la revista Azul, de Gutiérrez Nájera, como lo hará diez años después en la Revista Moderna- dos de los más importantes voceros, desde México, del triunfante modernismo hispanoamericano. En 1900 va a Francia, como corresponsal del diario El Imparcial, para reseñar la Exposición Universal de París; es en esta ciudad conoce a Rubén Darío, con quien establecerá una sólida y permanente amistad, y a Ana Cecilia Luisa Dailliez, la compañera de su vida y cuya muerte, en 1912, ha de motivar su libro póstumo La amada inmóvil. De vuelta a México, se dedica a tareas profesionales pero sin abandonar sus copiosas colaboraciones en periódicos y revistas. En 1905, y ya como miembro del servicio diplomático de su país, se traslada a España. Su estancia en Madrid, que se prolongó hasta 1918- fue el modernista americano que más larga y continuadamente residió en la Península-, corresponde a los años de plenitud de su obra de creación (y de este periodo de su vida ha sido cuidadosamente documentado por Donald F. Fogelquist en su libro Españoles de América y americanos de España). Allí murió Ana Cecilia; y allí prosiguió su incesante labro poética- en Madrid vio la luz la mayor parte de los libros capitales de su última época- y su aún más numeroso trabajo periodístico, que enviaba regularmente a varias publicaciones de la América Hispana. Otra vez de regreso a México, es nombrado, en 1918, Ministro Plenipotenciario de la Argentina, Uruguay y Paraguay. Al año siguiente murió en Montevideo, y el traslado de sus restos a su país natal alcanzó honores continentales. Nervo estaba entonces en el cenit de su fama y prestigio.
Fue un cultivador incansable de la prosa, principalmente de la prosa periodística: crónicas, ensayos, artículos y notas de viaje que, por su estilo ameno y fluido, se granjeaban muchos lectores y contribuyeron grandemente a la difusión de su nombre. También de la narración: novelas cortas como Pascual Aguilera (originalmente escrita en 1892, El bachiller (1895), El donador de almas (1899); y los muchos cuentos, que iba escribiendo desde su juventud y luego fueron reunidos en colecciones posteriores: Almas que pasan (1906), Cuentos misteriosos (1921). Nervo fue un narrador hábil y natural y en algunas de estas piezas, bajo la influencia de su admirado H.G. Wells, se han notado sus anticipos hacia la moderna literatura fantástica e incluso la science fiction. Ejerció aún con mayor continuidad la crítica literaria: Juana de Asbaje, publicado en 1910 con motivo del centenario de la Independencia, es su trabajo más importante en este campo; pero son incontables los estudios, crónicas teatrales, semblanzas y apuntes breves que dejó sobre temas y figuras de toda la literatura hispánica. Muchas de sus crónicas- especialmente las de El éxodo y las flores del camino (1902)- estaban escritas en la prosa poética característica del modernismo, pero más voluntariamente practicó ese tipo de escritura (aunque sin los artificios a que ésta fue a veces proclive durante la época) en las páginas que anteceden a los poemas de La amada inmóvil y en las prosas que incluyó en su volumen Plenitud. Más de tomo y medio, de los dos e que consta la más reciente edición de sus obras completas (la de Aguilar) se destinan a su labor en prosa.
Al llegar a su obra poética, el lector de hoy (más si se ve desdoblado en crítico o, simplemente, en antólogo) puede enfrentar cierta perplejidad: cómo explicarse que sus versos, fáciles y amables pero en general de poco calado y escasísimo riesgo, pudieran alcanzar el gran favor del que gozaron en vida de su autor y hacer a éste uno de los poetas más populares de su tiempo. Esas calidades suyas, que apelaban a la comunicatividad más inmediata, difícilmente resistieron, tras su muerte, el radical cambio estético que, a raíz de la primera guerra mundial, condujo al arte de la palabra poética por caminos de más extremosa aventura, y, a la vez, de mayor acendramiento y rigor. No es de extrañar así que Nervo haya venido a quedar como uno de los más inactuales modernistas (a una enorme distancia de algunos de sus compañeros generacionales: el Darío maduro, Lugones, Herrera y Reissig, Eguren, por una razón u otra tan vivos y resistentes.) El poeta de La amada inmóvil ciertamente satisfacía el medio gusto- de algún modo habrá que llamarlo- de ciertos sectores de lectura en nuestras estragadas burguesías hispánicas de principios de siglo; pero una vez remitida aquella sensibilidad (de nuevo: si es que le cabe esta denominación), se impuso fatalmente una baja precipitada y total en su estimativa- aunque la inefable Berta Singermann declamara, hasta 1955 por lo menos su Gratia plena.
En 1974, muy poco después de los cincuenta años de su muerte y del centenario de su nacimiento (efemérides que se prestaron para celebraciones y homenajes) Ernesto Mejía Sánchez confiaba en que tales celebraciones ” contribuirán sin duda positivamente a rescatar al poeta abandonado en el ángulo más oscuro de nuestras letras”. Y algo antes, e n su antología del modernismo, José Emilio Pacheco venía a coincidir: ” la reputación de Nervo llegó a su punto más bajo en 1950. Ahora el libro de Manuel Durán (publicado en 1968) y la magnitud del homenaje en el cincuentenario de su muerte parecen demostrar que Nervo salió del ” purgatorio por donde atraviesa todo autor que fue célebre”. Intenciones generosas, que no parecen llamadas a cumplirse al menos en cuanto al rescate total del poeta; porque, a pesar de ellas, estos dos últimos críticos citados no pueden honestamente aludir valoraciones negativas (y ciertas) sobre Nervo: cursilería, hiperfecundidad, sentimentalismo, ausencia de autocrítica (Pacheco), vaguedad, falta de rigor crítico (otra vez), lacrimosidad, almibarado sentimentalismo (Durán(. Y sin embargo, operando sobre una rigurosísima selección antológica- Durán propone algo así como una veintena de poemas de Nervo- se nos ha devuelto una imagen muy interesante del poeta; pero habrá enseguida que aclarar que esa imagen se sostiene, más que por la obra en sí, por el valor de la representatividad que su mundo interior exhibe respecto a ciertas coordenadas esenciales de la época modernista, tal como a ésta hemos comenzado a apreciar en los últimos tiempos.
La espiritualidad del modernismo fue de signo dramáticamente dialéctico, y nadie la encarnó mejor que Darío en su agónica poesía. Y los términos con que tendríamos que describir (temáticamente al menos, y al margen de los valores estéticos) la conflictividad de Nervo, se acuerdan casi arquetípicamente con esa dialéctica: lucha entre la carne y el espíritu, la sensualidad y la religiosidad, el impulso erótico y el afán de trascendencia, al fe rota y la necesidad de creer, el desasosiego de los humanos límites (a veces plasmado en logros poéticos meritorios: ” Espacio y tiempo”) y la voluntad de una proyección de infinitud y paz para el espíritu. Nervo se asomaba, con temblor y resignación a la vez, al misterio; y en la búsqueda de alguna solución- de alguna fórmula de sabiduría suficiente, abrazaba sincréticamente, eclécticamente- otro rasgo unificador, por lo hondo, de la aventura modernista-, doctrinas e ideas heteróclitas y aun heterodoxas. Nunca del todo desasido de su raíz cristiana, abrevaba a la vez en el panteísmo, en un vago misticismo a lo Maeterlinck, en la teosofía y el espiritismo, en las filosofías orientales (budistas, hinduistas). No fue un místico, como algunos lo han presentado por el uso indebido de esta noción y despistados tal vez por el título (místicas) de uno de sus primeros libros. Pero quería asomarse a la divinidad, a alguna suerte de la divinidad, y encontrar en ella un apoyo trascendente. Y cuando una vez quiso nombrar a Dios, y todavía en un poema mediocre de su juventud, pero muy significativo ya de ese sincretismo modernista, llama a Aquél con nombres muy diversos: Cristo, Brahma, Alá, Jove, Adonái. Y con los años, ese crisol interior, donde tantas procedencias divergentes se integraban, se va acendrando aún más en Nervo, haciéndose todo más uno- y más con ello expresivo de la vivencia espiritual última del alma modernista. En los versos de ese poema no menciona a Buda; pero en la destrucción del deseo, principio básico del budismo, aspiraba tenazmente a encontrar su fuerza y su sostén (y a Siddharta Gautama invoca explícitamente en ” Renunciación”). Y la idea de la aniquilación del yo, del ser personal el arcano de la realidad cósmica y universal, que es igualmente fundamental en el pensamiento espiritualista de Oriente, da cuerpo a muchos de sus poemas (“Al cruzar los caminos”, por ejemplo). Y al mismo tiempo, por los mismos años, Nervo iba sembrando de ideas ortodoxamente cristianas las composiciones de algunos de sus libros últimos: “Serenidad”, “Elevación”, “Plenitud.
De este modo, nuestra comprensión actual del modernismo en sus entretelas espirituales más profundas (como época de algunas contradicciones e incluso bizarros sincretismos) es quien de verdad viene a arrojar sobre ciertos aspectos de la poesía (o el pensamiento poético) de Amado Nervo un relativo pero indudable interés. Así, en su caso, aunque sin desatender del todo otras motivaciones, nuestra selección (guiada oportunamente por los estudios de Manuel Durán y T. Earle Hamilton) ha puesto particular énfasis en aquellas piezas suyas que más fuertemente reafirman este interés.
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