LA SOSTENIDA MAESTRÍA DE
FRANCISCO ZÚÑIGA
FERNANDO UREÑA RIB
La ternura maternal parece yacer, como esencia misma, como materia prima, en las esculturas y pinturas de Francisco Zúñiga. Maternidad que se reviste a veces de trabajo y faena cotidiana, de ocios y letargos, de una innegable sensualidad plástica. Zúñiga es un estudioso de la mujer, de sus poses, de su conducta, de sus maneras, de sus formas. Nada le desvía de esa intención. Las figuras, anatómicamente generosas, ampulosas y gratas se afincan sobre la tierra misma para sembrarla en una cíclica apología de la fecundación.
FERNANDO UREÑA RIB
OBRAS DE FRANCISCO ZÚÑIGA
Francisco Zúñiga. La tierra sustantiva
por Jaime Moreno VillarrealEn numerosas ocasiones, Francisco Zúñiga (Guadalupe, Costa Rica, 1912 – México, DF., 1998) expresó sus dificultades para trabajar de memoria. No era que careciese de destreza, todo lo contrario: era un extraordinario dibujante que conocía la anatomía hasta un punto más que sensible, afectivo. Si algo temía Zúñiga -consciente de las restricciones de su repertorio temático y figurativo- era la estilización, el repetirse y volverse previsible. El artista necesitaba desprenderse de su propia manera, tan característica y reconocible, para plantarse cada vez, en cada recomienzo, lejos de toda seguridad, en las lindes de la insatisfacción.
Podemos afirmar que fue en el dibujo con modelo donde el artista libró ese combate de cada día contra la banalidad. Zúñiga dibujaba a diario. Sus apuntes y dibujos de mujeres indígenas eran el punto de partida de su escultura y su grabado, pero constituían asimismo el documento de información visual -recogida, por ejemplo, en un mercado- en que elaboraba ya soluciones técnicas. De dibujo en dibujo (pues el maestro volvía una y otra vez sobre sus apuntes), el escultor vislumbraba la síntesis del bulto. Véase Mujeres conversando, 1980, o Arcos de Izamal, 1982: en estos dibujos las poses de las mujeres están plausiblemente dispuestas para trasladarse a la escultura. Zúñiga era un enamorado de la recomposición. Si bien trabajaba con modelo, difícilmente podrá hallarse una obra suya en que se entregue francamente al realismo.Su intento no era la copia del natural, sino la reducción del cuerpo a formas telúricas; extraía una forma humana sustantivada en tierra o piedra y la elaboraba volumétricamente en el espacio con otras figuras. Un ejemplo radical de esto es el bronce Grupo de tres mujeres sentadas, 1986, cuya factura muestra la preparación en barro de la pieza. Si bien a partir de mediados de 1950 -época en que el indigenismo va de salida en el espectro del arte mexicano- la obra de Zúñiga posee un lenguaje y una coherencia tal que se reconoce de golpe, él siempre fue un investigador de lo nuevo, un investigador casi microtonal que buscaba mejorar a cada paso, e incluso abandonaba alguno de sus logros cuando le satisfacía. Zúñiga insiste en la imagen de la mujer indígena, pero abstrayéndola de retórica.
A cada paso, en sus dibujos se hacen evidentes preocupaciones de escultor: el equilibrio físico, la estabilidad, la amplitud, el estudio de grupos en su dinámica, la definición de luces y sombras según huecos y protuberancias que conforman volúmenes, y aun la horizontalidad con la que el maestro conjuraba (y sostenía) cierto enfático impulso vertical muy suyo. Así, en sus grupos dibujísticos suele mantener una línea horizontal equilibradora, ya sea explícitamente trazada (como en Lavanderas, 1984) o construida por el eje compuesto de las caderas y los vientres de las figuras de pie (como en Grupo de mujeres de pie, 1976), línea que describirá asimismo en sus grupos escultóricos. Otros elementos reiterados de sus esculturas femeninas aparecen aquí y allá en sus dibujos, por ejemplo el regazo ahuecado por la falda, o la mano que da apoyo al mentón (Dos mujeres sentadas, 1975).
Francisco Zúñiga comenzó su carrera como pintor (Paisaje con niño en rojo, 1948 y Paisaje de Chiapas, 1951), y a pesar de haber abandonado la pintura en 1954, durante toda su trayectoria se siguió ocupando del dibujo y los valores colorísticos, especialmente a través del pastel y la acuarela. Por ser dibujante muy dotado, Zúñiga pudo hacer de sus apuntes una estación autónoma valorada por los coleccionistas como obra terminada, aunque el maestro insistía en concebirlo como un punto de partida y una guía para obras posteriores.
En múltiples casos el dibujo, la litografía y la escultura están ligadas en cadena (y no necesariamente en ese orden previsible). Por ejemplo, en la gestación de una de sus esculturas más aclamadas, Grupo frente al mar, 1984 -grupo escultórico que obtuvo el primer premio “Kotaro Takamura” en la Tercera Bienal de Escultura de Japón, y del que en esta oportunidad pueden apreciarse dos estudios preparativos, uno en bronce, 1983, y otro en crayón sobre pastel, 1984-. Antecedentes de estas piezas son varias litografías editadas a fines de los años setenta por Jerry Brewster en Nueva York, especialmente Mujeres frente al mar, 1978, de la cual existen dos estados, uno “diurno” y otro “nocturno”. Ya aparecen ahí las dos mujeres pescadoras que dan la cara a la brisa marina que agita sus faldas. Falta la figura masculina, pero las complementa una barca vista de proa sobre la que se tiende, como otro horizonte, un largo remo.
La barca desaparece y el remo es recuperado en manos de un pescador con sombrero que complementa el grupo en la versión en bronce de 1983. Ésta, a su vez, es estudiada en el dibujo de 1984, en el que se da fuerte definición volumétrica a los cuerpos de las mujeres -una anciana, “la abuela” que aparece en tantos grupos de Zúñiga, y otra mujer seronda de enorme barriga-, en parte mediante el vuelo de sus ropas. En la versión definitiva y monumental, uno de cuyos ejemplares se alza en el Museo Hakone en Japón, el sombrero del pescador ya ha desaparecido. El hombre le da la espalda al mar, mientras que las mujeres parecen desesperar por un viento que presagia tormenta. Esta obra maestra fue concebida, así, tanto en el bulto como en el papel.
Algunos de los dibujos contenidos en la presente muestra establecen correspondencias con obras principales de Zúñiga. Por ejemplo, el pronunciado escorzo de la Mujer sentada, 1980, evoca por un instante la litografía Soledad acostada, 1973, una de las obras definitorias de su lenguaje plástico. Esa Soledad debió ser una modelo muy estimada por Zúñiga; sus rasgos faciales únicos y, de algún modo, colectivos y absolutos son los del extraordinario bronce Mujer sentada, 1975, que en esta oportunidad se exhibe, obra depuradísima que resume algunas de las inquietudes fundamentales del escultor: el equilibrio entre hieratismo y belleza, así como el aporte del arcaísmo de la escultura mesoamericana a la plasticidad de las corrientes internacionales.
Otro dibujo que exhibe correspondencias con obras más conocidas es Mujer con paño, 1980, cuyo despliegue de hombros lo señala como afín a los estudios que hiciera el artista para el relieve en bronce El tendedero, 1980. De nueva cuenta, un dibujo intermedio, del mismo título que el relieve, revela que Zúñiga estaba investigando por ese tiempo la postura frontal de una mujer colgando una sábana de un lazo, gesto que en el dibujo exhibido se restringe al arreglo de su gran paño al que, por un momento, podríamos sustituir por la imagen de una mujer colgando una tela en el tendedero. A su vez, esas sólidas piernas semiabiertas nos devuelven a aquella pescadora corpulenta que recibe de frente el viento del mar, y asientan la característica estructura trapezoidal del cuerpo femenino en la obra del artista, por medio de la cual logró entablar una imagen de aplomo relacionada con la fertilidad y la pertenencia a la tierra, definitoria de su vocación indigenista.
La misma estructura nos permite allegar de modo insólito la obra de Zúñiga a la de otro artista centroamericano, mexicano por adopción: Carlos Mérida. En su etapa más geométrica, inaugurada en los años cincuenta, las estructuras triangulares y trapezoidales se hacen características de la abstracción antropomórfica en la obra de Mérida. Ambos artistas son señeros de la segunda etapa del indigenismo en México, posterior a la crisis de las políticas integradoras de la posrevolución. Si sus trayectorias fueron divergentes (Carlos Mérida fue un vanguardista polifacético, cuyos intereses múltiples fluctuaron de la música y la danza a la arquitectura, mientras que Zúñiga se mantuvo como un crítico de los movimientos de vanguardia) es indudable que, en el saldo final del siglo XX, ambos artistas constituyen los ejemplos más acabados, aunque ciertamente distantes, del impulso indigenista en la plástica mexicana, más allá de los primeros logros del muralismo y del Taller de la Gráfica Popular.
En su concepción de la mujer indígena, Francisco Zúñiga permanece como un artista que jamás cedió al paternalismo oficial, en la medida en que libró su diario combate contra la banalidad de la representación estilizada. En sus propias palabras: “Siempre tengo los mismos problemas para resolver una figura, siempre me encuentro con que ignoro todo lo que he hecho antes, y a pesar de que a veces repito una figura, me es igual, no se me da de memoria una mano o una cabeza…”
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